Entre los vivos siempre ha habido clases. Y también con los muertos. El pasado año nos ofreció el triste dato de 47 mujeres asesinadas por hombres que habían sido sus parejas o exparejas. Matadas por maldad, odio, celos, rabia, desesperación y, en resumen, por la quiebra y degradación de una relación familiar o similar. Unas muertes que, englobadas bajo la denominada «violencia de género» o «violencia «machista», el ultra feminismo manipula para proclamar que todo varón «heteropatriarcal» puede ser un asesino y violador de cualquier mujer; acusación que interesadamente ignora que en las mismas relaciones, aunque en número menor, también hay hombres e hijos que mueren a mano de mujeres. Sin embargo, las únicas víctimas «de género» sobre las que nos alarman y machacan la mayoría de políticos y medios de comunicación son sólo aquellas 47 que, ¡oh casualidad!, también son las que generan subvenciones milmillonarias entre una multitud de organizaciones feministas ligadas a los partidos. Un número de muertes que debemos seguir combatiendo, pero que, comparado con otros países, demuestra que en España no somos tan sanguinarios como intentan convencernos interesados discursos. Número que, por cierto, mermaría bastante si solo se computase a los españoles.