De vez en cuando me escriben lectores que han leído algún libro mío y han encontrado errores. Algunos me mandan listas de puntos y comas que creen mal colocados. Otros me muestran cosas peores: que en la página tal he trabucado el nombre de un personaje, que más adelante hay una fecha que no liga, que el protagonista se pone las gafas pero ya las llevaba... Yo les agradezco que se hayan tomado la molestia. Por mucho que revises un original, les cuento, siempre se te escapa algo. Los escritores somos personas vulgares, nos equivocamos, nos despistamos, nos cansamos... Recuerdo a Juan Ramón Jiménez, un maniático en todo, también en esto de las erratas, de quien cuentan que una vez mandó detener toda una imprenta para corregir una coma. «Un día me moriré de una errata», escribió.

Esta semana he recibido el mensaje de una lectora que me pide «explicaciones». Ha encontrado dos erratas en un libro mío (incluye números de página). A mí no me parece que la cosa sea para enfadarse. Incluso pienso que una no es una errata. Ella se pregunta cómo es posible que libros como el mío contengan errores tan «garrafales». Y añade: «¿Es que nadie lee las novelas?».

Le respondo de inmediato. Para agradecerle el interés y para contarle cuántas personas corregimos los libros antes de que se publiquen. También le digo que todas estas personas, lamentablemente, tenemos una cosa en común: somos humanos. Falibles. Yo misma, debo reconocer, soy muy humana y muy falible.

Le pido que no se lo tome tan a la tremenda. ¿No la hace feliz saber que los demás se equivocan? Cervantes dejó El Quijote sembrado de errores. Madame Bovary tiene los ojos de tres colores diferentes --marrones, muy negros, azules-- a lo largo de la obra maestra de Flaubert. A mí me encanta que un hombre imperfecto, que olvida el color de los ojos de su protagonista, sea capaz de escribir una novela tan magnífica. Me gusta más un mundo de imperfectos que se esfuerzan por dejar de serlo que otro de perfectos que reprochan a los demás que no lo sean.

* Escritora