Aunque soy hombre de letras desde mi primera juventud hasta mi ya avanzada senectud, he vivido muchos momentos en la naturaleza de interés: plácidos y contemplativos, activos y hasta agitados y arriesgados.

Cuando en Los Andes, yo solo en el anochecer, me sobrevoló muy próximo un condor me sobrecogí; como si una avioneta me hubiere sacado el sombrero. Cuando subí al pico más alto de Los Pirineos me envanecí. Cuando receché en los Alpes Alemanes un buen trofeo de íbice, ya cumplidos mis setenta años, disfruté enormemente al localizarlo y abatirlo. Cuando miro el trofeo naturalizado en mis paredes, se me escapa un «quién pudiera repetir la historia».

El lector bien avisado supondrá que en la frontera de los noventa, en mí todo lo ocupan hoy exclusivamente los recuerdos.

Pues se equivoca. Mi amigo Antonio tiene una finca muy bonita no muy lejos de Córdoba. A ella vamos algunas tardes para ver salir al comedero, recién pasadas las ocho, los cochinos jabalíes, que no fallan ningún día y que se comportan con normalidad, sin suspicacias, a unos sesenta metros de nosotros mientras se afanan en el maíz primero y luego en los mendrugos de pan.

Sin que recelen de nuestra presencia, sentados a unos sesenta metros como digo, bajo el porche de la cabaña. Ni siquiera se extrañan cuando las luces que mi amigo ha dispuesto, sensibles a la temperatura de la vida animal, se encienden y se apagan.

Mientras presenciamos el espectáculo y examinamos sus pormenores con los prismáticos, vamos degustando entre trago y trago de cerveza, las rodajas de cosas buenas que va cortando la navajita de Rafael, que es pequeña, que tiene las populares cachas de madera ennoblecidas con aceite, que está muy afilada y que sobre todo es muy generosa. Tomar en el campo chorizo, panceta y otras cosas por el estilo es casi natural, pero degustar mojama, exquisito producto del mar en el escenario más campero que darse pueda, es ya extraordinario.

La piara de los últimos días es la misma: la madre y cinco jabatos de unos treinta y cinco kilos, muy parejos aunque siempre se nota cuál fue el que a la hora de mamar se agarraba al mejor pezón y cuál el más torpe. Cuando han limpiado los últimos mendrugos los jabalíes se van al agua y en nuestra tertulia a tres empiezan las conversaciones ya a viva voz.

Aunque se trata de cazadores y el tiro sería fácil, a ninguno se le ocurre. Y eso que la marrana tiene unas dimensiones importantes; en montería ocasionaría al montero que la tirara una gran ilusión -en el momento del tiro- y una gran desilusión -en el momento del cobro, al comprobar el sexo-. Seguramente esto de contemplar sin tirar no lo entiende aquel que nos ve a los cazadores como depredadores insaciables. Nos echamos un pulso, a ver quién ama más a la naturaleza, si él con su escandalizadas y estereotipadas protestas de amor animalista, aprendidas en la prensa o en la televisión, o nosotros con nuestro verdadero amor, surgido en muchos años de campo.

Para mí, como para Ortega, reingresar en la naturaleza de vez en cuando es esencial.

Para ello es necesario vencer ese minuto de pereza que nos frena ante todo lo que no es habitual, y echarse al campo.

El campo siempre nos dará imágenes, sensaciones y sentimientos bellos: el silencio verdadero. la esbeltez de un árbol, el color de unas flores, el rumor de un arroyo, la sorpresa de un trueno, el silencioso caminar de una animal, la amapola insólita, y si nos pasa el tiempo sin sentir y nos tendemos en la yerba, nuestros ojos caminarán asombrados sin sentir el paso del tiempo, por muchos caminos de estrellas, entre las que apenas podemos nombrar alguna: la osa mayor, la menor, y poco más. Y casi todos tenemos en casa un telescopio en desuso.

Desgraciadamente tenemos en desuso no solo algunas cosas, sino muchos saberes y sentimientos. Y sobre todo, curiosidades.

* Escritor, académico, jurista