La Fiscalía Especial contra la Corrupción y la Criminalidad Organizada, conocida como Fiscalía Anticorrupción, fue creada en 1995, en la etapa final de Felipe González en la Moncloa, cuando los escándalos político-económicos empezaron a adquirir una entidad inquietante. En más de 20 años transcurridos, esa fiscalía ha tenido abundante trabajo, y el balance general de su actuación es positivo, elogio que, lamentablemente, no es posible hacer de otras altas instancias de la justicia española. Pero en los tres meses escasos en que este departamento lo ocupa Manuel Moix, su prestigio ha quedado muy deteriorado. Moix ya accedió debilitado al cargo, que ostenta por la insistencia del fiscal general del Estado. En los casos de la investigación de Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid, y del 3% en Cataluña, Moix ha actuado con una ligereza sorprendente, que ha motivado incluso su reprobación --y la del fiscal general y el ministro de Justicia-- por el pleno del Congreso. Y ahora ha trascendido que el chalet familiar que, junto a sus hermanos, recibió en herencia está puesto a nombre de una empresa radicada en Panamá para ahorrarse el pago de impuestos. Esto resulta éticamente inadmisible en quien está en la cúspide del organismo que debe velar por la moralidad, en materia económica, de quienes forman parte del Estado o tienen tratos con él. La continuidad de Moix en su puesto es insostenible. Si no dimite, sus superiores deberán relevarle. Si, por el contrario, se intenta cerrar esta crisis con explicaciones técnicas exculpatorias, la Fiscalía Anticorrupción sufrirá un fuerte menoscabo de su credibilidad.