Acaba de inaugurarse en la sede de la Fundación Cajasol, como uno de los platos fuertes de esta temporada cultural nacida con el nuevo año y, como la anterior, envuelta en incertidumbres y mascarillas, una exposición que detalla el universo femenino pintado por Francisco de Goya y con él la forma en que lo encaraba la sociedad de su tiempo, la de la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX en España. Un país sombrío y, según los historiadores, azotado por la miseria, la ignorancia y el fanatismo -recuérdese que al artista de Fuendetodos su mirada libre y veraz le costó estar en el punto de mira de la Inquisición-, además de una guerra, la de la Independencia, que durante seis años lo tiñó de sangre y luto. Un escenario entre tinieblas -que no impidieron al pueblo español, ayer y hoy inasequible al desaliento, divertirse con lo poco bueno que tenía- en el que como siempre la mujer se llevó la peor parte.

De todo eso da cuenta la muestra ‘Las mujeres de Goya’, en la que hasta el 14 de marzo, si la pandemia no lo impide, podrán contemplarse 55 obras pertenecientes a las series de grabados Los caprichos (1799), Los desastres de la guerra (1810-1820), La tauromaquia (1814-1816) y Los disparates o proverbios (1815-1824). Un material gráfico tan hermoso como desgarrador con el que el maestro, alejado de la pintura cortesana, reivindicativo y valiente, dibuja modelos de mujer azotados por abusos, prostitución y una misoginia de la que no se libraban ni las más nobles damas. Unas veces de manera explícita, otras entre alegorías y formas que se han considerado precursoras del surrealismo, aquel sordo genial inmortalizó en sus grabados lo mismo a hembras aguerridas como su paisana Agustina de Aragón o Nicolasa Escamilla La Pajuelera, pionera del toreo, que a jovencitas casadas a la fuerza con vejestorios; mujeres forzadas a venderse para sobrevivir y brujas en escoba con una doble lectura actual -vaya usted a saber la que se hizo cuando las grabó o la que quiso hacer su creador-, a saber, la denuncia del esoterismo entonces galopante y la metáfora de un espíritu que vuela sin ataduras.

Porque la misión del arte, además de regalar belleza, es la de diseccionar la realidad circundante y dejarla reflejada para la posteridad. Pero a la posteridad le pasa lo que a un virus, que sufre muchas mutaciones. De ahí que una misma obra artística, o literaria, pueda ser interpretada desde distintos ángulos según las tendencias de cada época. La nuestra, por fin, parece que se inclina por reclamar a la mujer completa y sin maniqueísmos, ni el decimonónico «ángel del hogar» ni la perdición de los hombres. Una interesantísima exposición de hace un par de años en el Museo Carmen Thyssen de Málaga lo reflejaba con toda claridad. Bajo el título de ‘Perversidad’, recorría imágenes protagonizadas por retratos femeninos entre 1880 y 1950. «Mujeres fatales en el arte moderno» -subtítulo que leo en el folleto que conservé como una joya- que abarcaban desde el eterno femenino a la nueva mujer. Todo un cambio de paradigma que la ha hecho pasar, cómo no también en la creación artística, de ser sujeto pasivo y sexualizado, la considerada femme fatale por el solo hecho de romper el molde de la feminidad burguesa, dócil y recatada, a referente de independencia. Por suerte la sociedad evoluciona, y ahí están las artes para contarlo.