Ya estamos acostumbrados a la dosis de banalización de la política de la que Podemos se ha autoalimentado desde su llegada al Congreso de los Diputados. Su permanente estrategia de cara a la galería, su interminable show de poner morritos mirando a la cámara, marida con una forma de entender la representación institucional desde la sobreactuación que, a estas alturas de la cultura democrática española, ni es efectista ni eficaz. La estrella podemita se apaga, dicen los analistas, mientras los encargos de estudios para mejorar la imagen del líder se suceden. ¿Qué tal si dejamos los fuegos de artificio y pasamos a la política de verdad? ¿Qué tal si miramos a los ciudadanos y no a las cámaras?

El gatopardismo simboliza una de las afirmaciones que encumbra la corta trayectoria política de Podemos: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie». A esta frase recurro, si me piden un titular para definir el trabajo de Podemos en la primera plana de la política española, donde el partido morado se consolida más como un plató de televisión que entretiene y, a veces, emociona --cual Sálvame- que como una herramienta útil para solucionar los problemas de los españoles.

Su inquina a todo lo que representa el socialismo español lo sitúan --¿sin querer?-- del lado de la derecha política española. Su delirante tozudez para negar el legado histórico del PSOE lo alejan del ciudadano y lo arrinconan en esos postulados teóricos que desde siempre marcaron, primero, al Partido Comunista y, más tarde, a Izquierda Unida, como una fuerza política que se perdía en un discurso etéreo. Todos recordamos a Julio Anguita levitando sobre las nubes de la teoría, sus entrevistas en televisión o en prensa solían despertar expectación entre los políticos de izquierdas, he de reconocerlo, pero ahí acababa su encanto: en cuanto bajaba de las nubes para pisar la realidad terrenal, su compadreo con la derecha reforzaba liderazgos como el de Aznar, tremendamente dañinos, mientras que eran los socialistas los que se batían el cobre para conseguir, vía BOE, derechos para los trabajadores.

Sobra decir que el referente de Pablo Iglesias es Julio Anguita y aquella escuela representada por nombres como Monereo que, hasta donde alcanza mi memoria, siempre mandaron en IU y ahora en Podemos. La presentación de una moción de censura es el último invento del Pablo Iglesias aficionado a los titulares de prensa, de ese Pablo Iglesias que se recrea frente a la cámara --«espejito, espejito, ¿quién es la más bella del reino?»-- pero que cuando se apagan los focos es incapaz de articular algo de utilidad para la ciudadanía.

Suelen repetirme algunos amigos jóvenes que a Podemos hay que darle tiempo, para que aprenda de sus errores. Les respondo que sus errores no responden a una bisoñez política que desaparecerá con el paso de las elecciones. Ellos profesan una estrategia más vieja que el viento, engrasada cada día con un único objetivo: imponer su doctrina y aniquilar todo lo que huela a socialdemocracia. Todo lo sacrifican con tal de alcanzar su obsesión. Y si para ello, tengo que dilapidar cualquier posibilidad de cambio imponiendo un medio gobierno mientras que ridiculizo a quien se lo impongo, pues lo hago; y si tengo que presentar una moción de censura sin negociarla con nadie solo para injerir en casa ajena mientras consolido en Moncloa a quien supuestamente censuro, pues lo hago. Y lo hago sin rubor, oiga, incluso si mis socios me piden que retire la iniciativa, por estéril.

El comunismo, como opción política, ha sido improductivo para la democracia española desde que acabó la Transición. No descubro nada nuevo. Y con Podemos, su versión renovada pero no nueva, la veleta sigue señalando hacia el mismo rumbo. Que todo cambie, para que nada cambie, paradojas que ni son mociones ni son censura.

* Diputada del PSOE por Córdoba en el Congreso