Hoy se cumplen cinco años desde la última fumata blanca de la Capilla Sixtina. Ya en su primera salutación, asomado a la Ciudad y al Mundo desde el balcón de San Pedro, Francisco anunciaba que sus hermanos cardenales habían elegido a un Papa en los confines del mundo. Un argentino en la silla de San Pedro, toda una declaración de intenciones de que la universalidad de la Iglesia se hacía más real. No más comenzar su pontificado, a Francisco ya se le asoció con la santificada sombra de Juan XXIII, un predecesor más asociado por fieles y gentiles con la bonhomía que con la liturgia.

Precisamente, aquel papado predestinado a la tranquilidad de las transiciones zarandeó los cimientos de la Iglesia. Cinco años tuvo el Papa Roncalli para facilitar este aggiornamento de la cristiandad. Solo unos días antes del cincuentenario de la muerte del Papa Bueno, el cónclave eligió a Bergoglio para ese regusto de las señales de la Historia. No se espera un Concilio Vaticano III, como anhelan los más aperturistas, pero en buena medida este Papa austral y futbolero ha renunciado a la solemne inmunidad de la majestas: ha elegido la Residencia Santa Marta para vivir, en lugar de los aposentos papales, y calza zapatones gastados en lugar de aterciopelados mocasines encarnados. Y hasta puede escocer su excesiva escora hacia la misericordia, presente incluso en el lema de su escudo papal. Pueden esgrimir sus detractores que el Magisterio del Obispo de Roma no puede convertirse en un continuo lavatorio de los pies, ya que los ritos son los hitos, al igual que no pueden desvestirse los signos y significados que refuerzan el poder de Dios. Bergoglio no es ingenuo, aunque su pastoral se aproxime más a los lirios del campo y se asomen al Sermón de la Montaña con la versión 2.0 de las bienaventuranzas.

Aquellos lobos con piel de cordero, denunciados por Benedicto XVI, aguardan en las trincheras, anotando sus debilidades. Este Papa no orea infabilidades, y menos mienta doctrinar ex cátedra. Pero otra cosa es dar marcha atrás en el nombramiento de un obispo africano, motivada por la presión de la feligresía en un quíteme allá esas cuestiones étnicas. Tampoco entiende la más arcana clerecía tanta autoflagelación por los pecados propios. Hasta se aliarían transitoriamente con antiguos perseguidores de la fe, pues fíjense qué bien le van las cosas al nuevo emperador chino o al autócrata ruso, que en un intercambio de mensajes con el nuncio refrendarían con sorna que la Iglesia no es, ni puede ser democrática.

El tiempo dirá si la luz propia de Francisco también obedece a la ausencia de otros referentes. Trump inspira al ápice de sus odiadores a fomentar la epistocracia, una revuelta al despotismo ilustrado vistos los resultados del sufragio igualitario, que han llevado al Brexit y al burdo y/o sutil desquite del hombre blanco. Trump teatraliza sin guiones previos los malos principios, para encontrarse de carambola con la Historia al reunirse con un presidente norcoreano.

No saldrán Papisas desde el Vaticano, pero mal que le pese a la vieja guardia, habrá un Papa que no abjura de los propios actos de contrición. Este no era un siglo destinado a apaciguar convicciones, pero sí para trocar tantos dioses de guerra por más obras de caridad.

* Abogado