El domingo, tras la comunión allí, reflexioné sobre el hijo pródigo. Como obra maestra de literatura, está cargada de símbolos, bajo su aparente sencillez. Un Padre tiene dos hijos. El pequeño es su ojito derecho, el más inocente y noble, y quizás por eso el que más fácil se engaña con respecto al mundo fuera de la casa del Padre. Un día decide irse a ese mundo. Se siente seguro e independiente. Y el mundo, claro, se lo come. El hijo dilapida toda la herencia; es decir, todo el amor que tenía con el Padre, toda la paz, todo el cobijo, creyendo que va a encontrar felicidad y alegría en ese mundo de violencia, de oscuridad, de egoísmo y de soledad tenebrosa. El alma del pequeño se va quedando cada vez más pobre, más perdida en la soledad, más atrapada en las marañas oscuras con que el egoísmo ahoga la inocencia. Pasan los años. El hijo se hace hombre. El sufrimiento lo atenaza y atenaza, hasta el extremo de que pierde la conciencia de que sufre, y piensa que se siente bien así y es libre. Pero la verdad de la vida se impone siempre, y el hijo acaba cuidando cerdos; es decir, sometido a esa gente egoísta, violenta, que lo atrapó con sus mentiras y sus traiciones. Y acaba viviendo como ellos. Hasta ese grado de aniquilamiento llega. El sufrimiento es su límite para reaccionar. Lo salva la añoranza del amor que tenía en la casa del Padre; un amor que nunca ha dejado de llegarle, de manera muy sutil pero efectiva. El Padre no se fue con él, pero no lo abandona nunca. Su sufrimiento es por amor, porque sabe de sobra en qué mundo de violencia, bajo la apariencia de bondad, se hunde su hijo. Y lo espera cada día, al atardecer. Y se vuelve, triste, a la casa. Pero el Padre es el amor, y el amor nunca pierde la esperanza en la vida. Esto es lo que hace que un día el hijo decida regresar al Padre. En cuanto se ha puesto en camino, ya está, en cierto modo, en la casa del Padre. El Padre lo divisa, sale a su encuentro, se abrazan. Y el hijo llora, por fin, tras tantas lágrimas de soledad y abandono, lágrimas de alegría, porque se ha perdonado a sí mismo la violencia que cometió contra sí mismo. Y hay una inmensa, interminable alegría en la casa del Padre; la alegría de la reconciliación con el amor y con la vida. Y la vida mana con su luz sin fin.

* Escritor