A finales de los cincuenta del pasado siglo fue cuando mi padre, como solución extrema porque yo estudiaba poco o nada, me mandó a Cataluña. Allí vivía su hermano Luis, mi tío, que trabajaba en la Delegación de Hacienda de Lérida, tras haberse licenciado del Ejército como oficial y con el mérito de haber servido a España con «aquella aventura gloriosa» de la División Azul. Mi tío era atractivo, simpático... Y liaba sus propios cigarrillos con Picadura Selecta de la Tabacalera. A veces se ponía solemne, consejero y, de vez en cuando, se colgaba del cuello un enorme escapulario de los Terciarios Franciscanos para asistir a los actos de la parroquia más cercana. Para él, su mujer y mis tres primos, tenía en alquiler un piso mínimo en el que me acoplaron con la dignidad que permitía el espacio.

Pero entré con pie derecho en el Instituto de Lérida, que quedaba bastante lejos de casa, al otro extremo de la ciudad. No sólo resultó brillante mi examen de Reválida de Cuarto sino que participé en el certamen de poesía y logré el premio: obras que me entregó en mano el mismísimo director del Centro, señor Saura, de Bécquer y Machado. El andaluz había caído bien y, con visibles gestos de admiración, fui invitado a las lecturas que se hacían los domingos en lo que debía ser una especie de Ateneo, en el Ayuntamiento. A la salida de aquellos actos y totalmente improvisados, se hacía un corro y se bailaban sardanas si el tiempo andaba bien.

Debo reflejar en justicia y honor a la verdad que mi cambio se debió, quizás en gran medida, a las clases en aquella academia y a un profesor particular de matemáticas, cerca de la casa de mis tíos, junto a la estación de ferrocarril: don Ángel. Había sido ingeniero en la Renfe y, según se hablaba, expulsado por homosexualidad. Conmigo fue correcto, amable y paciente, además de saberme enseñar. Tenía una gata siamés, que se paseaba por el respaldo del sofá y provocaba aquel olor permanente a menta en toda la vivienda. También tenía don Angel un agudo sentido del humor y una colección riquísima de discos de música clásica, jazz y blues. Una habitación con varias estanterías donde se apretaban aquellos discos grandes de 33 rpm.

En uno de los pisos de la casa en que vivían mis tíos tuve mi primer amigo: Masip. Era un muchacho algo mayor que yo del que aprendí muchas cosas: algo del idioma catalán, esfuerzo, tesón, ilusiones..., como ingredientes para lograr cualquier objetivo en la vida. Trabajaba Masip de mecánico en la Central de Telefónica y, cuando podía, hacía horas de vuelo para formarse como piloto civil en el Real Aeroclub de Lérida. De aquel centro, con gran solera, salían pilotos hacia el Ejército del Aire que, como mi amigo, acabaron como comandantes en líneas aéreas.

Un día me llevó, antes de amanecer, a Mollerussa, en una Lube NSU, moto de gran cilindrada. Volé en una vieja Bucker, de cabina abierta, junto al experimentado teniente Sevillano que, poco tiempo después, dejó su cabeza en el suelo durante un vuelo de exhibición.

Fue un leonés, José Antonio, compañero del Instituto, mi gran amigo de diario. Lo conocí en el magnífico, entonces, polideportivo del centro. Me sedujo su extraordinaria forma de relatar: sus aventuras veraniegas por Bellver de Cerdanya, Salardú, en el Valle de Arán... Después de cuarenta años volvimos a vernos y seguimos, más viejos, pero amigos. Un gran aficionado a las novedades discográficas: Gilbert Becoud, Sacha Distel, Sylvie Vartan, Hollydey. Ray Coniff y sus coros…

Aquellos muchachos y aquellos mayores tenían algo especial: abrían las puertas de sus casas y sus corazones a una luz que me parecía diferente y que yo he justificado por su proximidad con Europa, con un aire, particular entonces, de libertad. Eran unos años negros en toda España y los trenes subían y bajaban de Cataluña --Catalán y Sevillano-- cargados de proyectos, sueños y cosas que contar.

En el polideportivo del Instituto trabajaba un andaluz menudo que no paraba: de arriba abajo con una carretilla de mano. «Ahí había un promontorio --me contaba el compañero José Antonio-en poco más de un año se ha llevado toda la tierra, un monte, al otro extremo de la pista». ¡Menudo paisano andaluz!.

Y yo escribo esto con una tristeza nueva, que no he sufrido nunca y sin acabar de creer, para qué mentir, que la fe pueda mover montañas. Quizá se deba a lo inevitable: Cataluña, los catalanes limitan con Francia y Andalucía, los andaluces limitamos con Marruecos.

* Profesor