Desde que era un tierno pimpollo, la madre de mi amigo A. auguraba siempre el peor de los resultados para la elección que, entre las diversas alternativas que la vida le iba ofreciendo, el mozo (algo tarambana, según propia confesión) se veía forzado a tomar. Está claro que a veces ella daba en el blanco, ocasión que, jactanciosa, aprovechaba para recordar a su hijo: «Mira que te lo tenía dicho»; a lo que este respondía: «¡Alguna vez tenías que acertar!». No hay duda de que para la madre de A. sus predicciones favorables superaban con mucho a las fallidas, dado además las espesas capas de silencio con las que solía recubrir estas últimas. Su hijo era de otro parecer. Si uno apuesta siempre en la ruleta por las casillas rojas, cuenta en promedio (conforme aumenta el número de lanzamientos) con un 50% de probabilidades de ganar. Aunque la madre de A. cerrara los ojos ante sus propios desaciertos, uno sospecha que en sus momentos de introspección acabaría por reconocerlos. Esto es lo que tiene el tomar decisiones en condiciones de incertidumbre: a menudo, uno se equivoca.

La madre de A., así como el jugador adicto al rojo, formulaban sus predicciones antes de que la bola o el hijo atolondrado empezaran a dar vueltas: una, por la superficie de la ruleta; el otro, por las calles del pueblo. Por ese motivo unas veces acertaban, otras no. Muy chocante resulta, sin embargo, la postura de quien, después de que la ruleta se haya detenido, afirma rotundo: «¿Ves? ¡Ya sabía yo que iba a salir el 27!» -sin haberse tomado la molestia de aventurar antes pronóstico alguno. Apostar al 27 después de que haya salido el 27 no tiene, creo, mucho mérito. Tampoco abroncar a quien, antes de que el croupier lance la bola, opte por el 32, en un momento en el que nadie sabe qué número saldrá. Decir que se «sabe» que el 32 es una elección incorrecta cuando ha salido ya el 27 parece añagaza propia de un tahúr. Así lo explicaba, irónico, R. Feynman: «¿Saben una cosa? Esta noche me ha ocurrido algo de lo más asombroso. Venía hacia aquí, de camino a la conferencia, y entré en el aparcamiento. Y no se van a creer lo que sucedió: vi un coche con la matrícula ARW357. ¿Se lo pueden imaginar? De todos los millones de matrículas que hay en el Estado, ¿cuál era la probabilidad de que yo viera esa en particular esta noche? Increíble...». No es increíble. La probabilidad de «adivinar» que algo va a suceder cuando ya ha sucedido es del 100%.

La pandemia ha tenido, entre otros efectos, el de descubrir los muchos magos que practican entre nosotros el «arte» de la predicción retrospectiva, es decir, la capacidad de afirmar que lo que ha sucedido era justamente lo que ellos ya sabían que iba a suceder (aunque nunca se hubieran pronunciado antes al respecto). Ellos «saben» que el estado de alarma debía haberse tomado en tal fecha y no en otra; que el gobierno debía haber contado con un ingente estoc de mascarillas y respiradores listo para ser despachado; que las UCI se hallaban mal dotadas... Resulta lamentable que no nos hubieran avisado antes de todo eso, ya que de este modo se habrían evitado todas esas desgracias que ahora ellos achacan a quienes carecen de tal capacidad predictiva; pero no parece que a estos augures del pasado les afecten mucho este tipo de consideraciones.

Uno se sentiría más dispuesto a creerlos si, en vez de apelar a mágicos poderes adivinatorios, argumentaran que debieron adoptarse con antelación medidas que disminuyeran la probabilidad de que pasara lo que ha pasado; es decir, dispositivos que «trucaran» la ruleta para que en ningún caso la bola se detuviera sobre la casilla no deseada. ¿Lo hicieron en su momento? Pues se trata de actuaciones que habría que haber tomado no el 5 de marzo, ni el 27 de febrero, ni siquiera el 30 de enero, sino mucho antes: en unos años en los que algunos de ellos ostentaban responsabilidades de gobierno, y en los que podrían haber actuado para evitar lo que ahora consideran tan fácilmente evitable. ¿Lo hicieron entonces? Parece que no.

Parece que tampoco ellos fortalecieron nuestra infraestructura sanitaria, ni incrementaron los fondos para la investigación, ni evitaron la externalización de productos que -en casos de pandemia- han mostrado ser de primerísima necesidad, ni diversificaron la economía para que esta no gravitara sobre el turismo, ni lucharon contra esa precariedad laboral que deja ahora a parte de nuestra población fuera de juego. Ahora «saben» lo que habría que haber hecho, pero lo cierto es que cuando tuvieron ocasión de hacerlo no lo hicieron, seguramente porque, en realidad, tampoco ellos lo sabían. Resulta más fácil achacar las culpas a un gobierno criptocomunista que se complace en asesinar a miles de compatriotas (una versión actualizada de la creencia medieval de que los judíos envenenaron los pozos durante la peste negra) que reconocer simplemente que, en condiciones de incertidumbre, no resulta fácil acertar siempre.

* Escritor