El ministro de justicia, Rafael Catalá, se convirtió ayer en el primer ministro de la democracia española reprobado por el Pleno del Congreso de los Diputados. Junto a él, el fiscal general del Estado, José Manuel Maza, y el fiscal Anticorrupción, Manuel Moix. La reprobación, consecuencia de una moción del PSOE que ha recibido el voto a favor de todos los grupos salvo del PP, les acusa de «obstaculizar la acción de la Justicia en las causas judiciales por delitos relacionados con la corrupción». El acto no implica el cese de los afectados, pues el nombramiento o destitución del ministro depende del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Lo ocurrido tiene, por tanto, una interpretación política y la carga simbólica de la sede en la que se ha producido. Que no es poco, pues que en un Congreso de los Diputados multicolor todos los grupos políticos, salvo el del partido en el Gobierno, se unan para censurar la acción del ministro de Justicia es un termómetro de la gravedad de comportamientos que están poniendo en cuestión, unas veces en el fondo y otras en las formas, a las instituciones del Estado. Nada obliga a Rajoy a destituir a Catalá, pero debería tener muy en cuenta lo ocurrido y valorar las consecuencias de este descrédito, difícil de revertir, y de la pérdida de confianza de los ciudadanos en la justicia, cuya independencia es uno de los puntales de la democracia.