Tengo una amiga que en las últimas elecciones ha debutado como independiente en la alta política, con la fortuna añadida de que el partido al que acompañaba venció holgadamente en su circunscripción. Es persona brillante, honesta y trabajadora, y de entrada ha rechazado ocupar puestos de relumbrón para poder compatibilizar sus tareas con la familia y su modesto trabajo de mileurista; algo inaudito para sus compañeros de gesta, incapaces de entender que alguien renuncie de manera voluntaria a un sueldazo y a una carrera que, bien diseñada y de cargo en cargo, podría llevarla sin demasiado esfuerzo --como a tantos otros- hasta la jubilación sin volver al tajo. Eso, por no hablar de las prebendas añadidas, que darían para un voluminoso ensayo. Y es que en los tiempos que corren, marcados por el arribismo, la profesionalización de la política y el todo vale, cuesta creer incluso que la hayan dejado llegar hasta ahí. Un día le pregunté si en las numerosas reuniones al más alto nivel en las que viene participando ha visto o conocido a alguien que esté en política por vocación de servicio, o que piense en el bien colectivo antes que en el de su partido o el suyo propio, y su respuesta no dejó lugar a dudas: «mejor me callo». Habrá que ver cuánto tarda en salir escaldada, o en ceder a las presiones del sistema; porque va a nadar en balsas de cocodrilos hambrientos, y como es bien sabido en ese negocio no se conoce la piedad; basta tener un poco de memoria, o consultar la hemeroteca. Una pena, sin duda, porque este país está absolutamente necesitado de políticos/as que entiendan su labor como algo coyuntural y al servicio de los ciudadanos, desde la honradez, la generosidad y la solvencia. No sé si aún quedará alguno, pero si lo hay no tardará en salir por la puerta de atrás o ser absorbido por la dinámica perversa de las cosas, lo que, combinado, deja muy poco lugar para la esperanza. Son las luces y las sombras de la democracia, que no consiste sólo en el gobierno de la mayoría, sino en hacer de la política instrumento activo (también efectivo) de gobierno por los mejores, los primeros entre iguales a la manera clásica, hombres y mujeres capaces de anteponer el interés común a cualquier tipo de componenda o mercantilización de la cosa pública. ¿Conocen a alguien con ese perfil? Hoy, por desgracia, priman la mentira, el chanchulleo, los intereses partidistas, el marketing, la caradura y la mediocridad más hirientes. Para muestra, un botón: ¿cuántos de ustedes han creído las declaraciones públicas de patrimonio que, con pocas, honrosas, y a veces sorprendentes excepciones, han realizado nuestros candidatos electos? Por amor de Dios, si es que a algunos, con lo que tienen en cuenta, no les da ni para comprar el pan. No es de extrañar que mucha gente haya sentido la tentación de emprender cuestaciones para echarles una manilla, a ver si consiguen llegar a final de mes. ¿Cómo podemos esperar que apoyen las políticas de contención y de ahorro quienes al menos sobre el papel se gastan todo como si no hubiera un mañana? ¿Cómo harán para sacar adelante a sus familias con tan menguados haberes? ¿Será esa la razón por la que han decidido desembarcar en una profesión que, dicen las malas lenguas, podría sacarles de apuros? El asunto no resiste siquiera un análisis superficial; y lo más sorprendente es que la prensa española se ha limitado a publicar la información de forma aséptica y sin entrar apenas en consideraciones añadidas ni cuestionar los datos, cuando de ese filón podría sacar petróleo en barra.

A quienes hemos hecho de la historia razón de vida resulta difícil sorprendernos, porque el ser humano se empeña obstinadamente en repetir los mismos errores, sin aprender jamás de los que otros cometieron antes. Existe por otra parte una suerte de obstinación general en no volver la vista a los grandes logros de la Humanidad, al saber profundo de tantos pensadores que exprimieron lo mejor de sí mismos a fin de dejarnos una guía-manual para perplejos, un vademécum al que poder recurrir en momentos de desasosiego, incertidumbre o pérdida del rumbo, y combatir la estupidez y la estulticia, tan omnipresentes hoy que sólo nos queda sublimarlas. Muchos olvidan así que para saber mandar hay antes que haber obedecido (Cicerón); que por muy arriba que estén los poderosos deben siempre temer a los humildes (Fedro); que la fuerza, sin inteligencia, acaba siempre naufragando (Horacio); que no hay nada tan difícil como gobernar bien (Diocleciano); o que no existe la lealtad entre quienes comparten la autoridad porque el poder no admite asociados (Lucano). Son principios que conviene tener muy presentes, dado que, inexorablemente, las disputas entre quienes detentan el mando acaban siempre sufriéndolas sus gobernados. Y muchos empiezan a estar hartos.

* Catedrático de Arqueología de la UCO