Una vez leí que el verdadero elemento aglutinador de los pueblos del Mediterráneo es la berenjena. No les falta razón a quienes vertebran el Mare Nostrum en torno a este plato de la familia de las solanáceas, lo mismo exaltado en la tunecina Hammamet, en el puerto griego de El Pireo, o en la elaboración del provenzal ratatouille. Trasladando este mínimo común denominador a las Américas, es la arepa el bendecido maná que hermana a buena parte del continente; la que aviva una incruenta batalla por su oriundez. La arepa es venezolana, o incluso colombiana, buen reflejo de que la Gran Colombia ideada por Bolívar de alguna manera ha llegado a existir. Pero también se ha extendido por las latitudes caribeñas, y sus sucedáneos se encuentran en Perú; o se emparientan claramente con otros basamentos de la predominante cultura del maíz del continente americano, encabezada por toda la liturgia de los tacos y las enchiladas.

El mayor reflejo de la crisis de Venezuela se encuentra en la arepa. Tengo una amiga, caraqueña pero también cordobesa de adopción y de corazón, que ha de enviar a su familia harina de maíz para amasar las arepas. Para acercar el símil de la escasez, sería como si desde Finlandia nos remitiesen aceite de oliva para catar mínimamente un hoyo en el desayuno. Otra amiga venezolana estuvo el pasado otoño en nuestra ciudad, testimoniando que las privaciones son palpables y no obedecen a interesadas conjuras catódicas. La inflación anual se acerca a cifras millonarias, dejando en una gracieta la que conoció la República de Weimar; el trueque, las colas y los conseguidores para cuadrar el sustento diario. O el éxodo narrado en primera persona, toda una vida y un porvenir derramado por la deriva de un país arrimado a la miseria. En algo tiene razón Maduro en la entrevista televisada de Évole: Nadie conoce al presidente de Portugal, pero el médium avícola de Chávez está sobre expuesto, causa de convertir en un sainete la versión póstuma de la revolución cubana.

Vista la desoladora deriva del chavismo y la quebradura de la legitimidad democrática, es plausible el paso dado por el Gobierno español. Queda la jodida derivada de hacerle el juego a Trump, el presidente más opuesto a los ideales de la América de Franklin D. Roosevelt. La izquierda de las utopías apulgaradas le afeará a Pedro Sánchez que le ha hecho el juego a los neocon. Pero hacía falta ventear la legitimidad democrática, y por una vez, hacer uso del papel que se nos presupone, el enlace sentimental con la América hispana, trasnochado cualquier afán colonialista. Bello es quizá el adjetivo más utilizado por los venezolanos, un inconsciente homenaje a uno de los próceres de esa bella nación. Es permanente la evocación, y casi la usurpación de Bolívar por parte del chavismo. Pocos mientan a Andrés Bello, uno de los grandes intelectuales de la Independencia. Bello no fue acrítico con la España imperial que se derrumbaba, pero un hombre que hizo una edición comentada del Poema del Mio Cid no podría desenamorarse de España. Es tiempo de troquelar el sable de Bolívar por las estrofas de Andrés Bello y dejar que Juan Guaidó traiga a Venezuela la larga esperanza de la normalidad.

En las Antillas mayores se reflejó el sueño de la revolución. Pero definitivamente este es un tiempo de esperpentos y ante ello queda el esfuerzo de la dignidad. Faltan aún los peces, pero en Venezuela debe obrar el milagro, no de los panes, sino de las arepas.

* Abogado