Incumpliendo mi promesa de alejarme del caos en que está convirtiéndose la política en este país, también yo terminé atendiendo el debate entre los cinco candidatos. Y qué quieren que les diga que aún no sepan. También yo, igual que muchas otras personas que me han ido comentando desde entonces, me fui alejando de la pantalla entre el hastío y la resignación. Y, ya medio dormido, acabé zapeando por el mundo de la comedia en busca de alivio y consuelo.

En esa especie de surfeo sonámbulo llegué al restaurante donde Michael Douglas, en el papel de Sandy Kominsky, una vieja gloria de Hollywood, dedicado ahora a su escuela de actores, mantiene una viva conversación con su antiguo agente, Norman Newlander, interpretado por Alan Arkin. Me quedé atrapado entre esos dos simpáticos septuagenarios lanzándose sus vidas a la cabeza con una alegre ironía que destilaba un sutil licor amargo. Menos mal que siempre llega alguien con inteligencia suficiente como para hacer una buena comedia dramática destinada a relativizar esa estúpida tendencia humana a vivir la vida como una tragedia. En este caso se trata de El Método Kominsky, una serie que ya va por la tercera temporada.

Yo, personalmente, procuro no caer en la tentación de dramatizar con mi vida y lucho con tesón contra el fatalismo. Siempre me he reído hasta de mi sombra. Y lo mismo he hecho con la sombra de los demás, por supuesto; lo que me ha costado más de un disgusto. Aun así, creo que merece la pena el precio que hay que pagar, incluso la pérdida de algunos supuestos amigos que no han llegado a entender mi manera tan radicalmente relativista de afrontar la vida.

Lo que es lamentable es la corriente trágica por la que los políticos nos están conduciendo. Eso ya me está empujando en una dirección que no quiero. Ya bastante tengo con todos esos acontecimientos cotidianos con los que la vida, pérfida como ella sola, nos va golpeando fina e inapelable como una tortura china. Estos días el mundo parece desmoronarse a mi alrededor: amigos que sufren graves enfermedades, amigos que rompen matrimonios de años, amigos que pierden sus trabajos y el sentido de sus vidas. Partes de mi cuerpo que ya no funcionan igual y a las que estoy empezando a decir adiós. Y partes de mi alma, o lo que quiera que mi mente sea, que ya no me habla ni recuerdo siquiera que existiera.

Tal vez por eso me quedé enganchado en las reflexiones de esos dos viejos personajes del mundo de la interpretación que miran el futuro a la vez con miedo y con sentido del humor. No es casual que un actor pueda darnos una lección de vida; al fin y al cabo, vivir consiste en interpretar el papel en que la vida nos ha ido encerrando. En el episodio 2, durante una de sus clases, Sandy Kominsky (Michael Douglas) dice a sus jóvenes aprendices de actor: «Anoche el cáncer me arrebató a una amiga. No sabéis lo duro que fue estar en aquella habitación delante de esa mujer que había conocido y querido durante más de cuarenta años. Aquello me hizo pensar en vosotros. Siempre os digo que prestéis atención a lo que pasa en vuestras vidas (¿verdad?), que viváis los sentimientos tal y como vienen, por mucho que duelan. Porque ese dolor, esa tristeza implacable, es la materia prima, el verdadero oro del que un actor puede extraer una gran interpretación».

Más adelante, esa lección para la interpretación se transforma en una lección para la vida. Sandy (Michael Douglas) se dirige a su amigo, que anda desconsolado y desnortado tras perder a su mujer: «Escúchame bien: todos tenemos miedo. ¿Y sabes por qué? Porque el mundo asusta, joder. Pero tiramos adelante porque no estamos solos. Tú no estás solo. -¿A quién tengo yo?- Le replica Norman. -A mí, maldito cretino. ¿Es que no me ves? Estoy delante de tus narices. Hola. ¿Hay alguien? Te veo. ¿Tú me ves?... ¿Sabes guardar un secreto? Ese es el método Kominsky».

Todo lo bueno en la vida, pero también todo lo malo que nos pasa, se puede utilizar como energía para seguir adelante. Ese es el método.

* Profesor de la UCO