Hay mañanas que amanecemos a la oscuridad. No llega noticia positiva: todo fuego y pesimismo. Hasta deja de acompañar el tiempo de otoño con sus jornadas de toldo. Desde el pasado lunes España entera padece bastante de esa flojera. Algunas calles céntricas de Barcelona y otras ciudades catalanas se han llenado de violentos y la lupa inmensa de los medios de comunicación los multiplica por un millón convirtiendo sus estragos en gigantes. Así que, para uno de nuestros políticos con vitola de salvador, Albert Rivera, la devastación es de tal envergadura que la batalla catalana se parece a la ruina de ciudades como Bagdad y Alepo. Mientras nos deslumbra una y otra vez la misma llama que repite la pantalla, el coro funesto que nos acompaña no deja de roncar pronósticos tenebrosos para nuestra economía, que también terminará abrasada por el volcán de la crisis que llega: acabaremos siendo un cubo de basura calcinado en la calle Roger de Flor.

De fondo, las elecciones del 10-N en puertas. Las linternas anticipadas de las encuestas proyectan imágenes inquietantes para Pedro Sánchez y el PSOE: ¿y si no llegaran a gobernar después de la machada de ir a unas nuevas elecciones?

Vox podría desplazar a Ciudadanos del cajón de ganadores y hasta un brexit pactado -que asoma con la sorpresa de los hechos imposibles- no logra hacernos mella porque ¡qué va a ser de nosotros con los aranceles salvajes que imponen Trump a nuestros aceites!

Todo es exagerado y desesperante. En gran medida mentira. Un engaño burdo y dañino que intoxica con la eficacia del humo del volcán. No es nada nuevo, no obstante, ni insólito; en realidad llevamos más de dos lustros a remolque de las urgencias del nuevo siglo: todo tan rápido con un tuit, tan expeditivo como la orden del sargento mayor.

El tiempo más reciente con sus inventos y sus nuevos dirigentes tan arrogantes no se pone en cuestión: todo lo damos por bueno sin apenas pensar: «Las cosas vienen así», nos decimos resignados. Pero nada es así porque lo diga el chino Xi, el jefazo Zuckerberg, el mismísimo presidente de la FED o lo dispare por todas las pantallas del mundo el proyector gigante de Netflix. También hay demasiada y sospechosa insistencia en que desaparezca el dinero en efectivo. ¿Y por qué no abolimos también la práctica del sexo?

Debemos de dudar sobre lo que damos por seguro, repensar de nuevo aquello que dimos por bueno. Es interesante, por tanto, que nuestro gobierno aguante el pulso a los cinco o diez mil violentos catalanes (no son más) y que se denuncie cómo muchos otros se adueñan de las brasas de neumático para incendiar los corazones de tanta gente inocente.

España, aunque no lo crean esos que poco o nada saben, tiene memoria. En las últimas décadas el País Vasco ardió y ETA mató a mil; un guardia civil loco con escolta asaltó el Congreso de los Diputados y maniató al presidente del Gobierno, y más tarde algunos políticos, demasiados, pusieron el listón del escándalo demasiado alto.

No son pocos los que exportan el caos de estos meses en el Eixample barcelonés a todo el país pretendiendo hacer olvidar con ello que el otoño es una estación bella y gustosa; de intensa labor y familiar. Los deprimidos deben de ser ellos, los que usan la violencia y la mentira porque no pueden convencer.

* Periodista