Es extenso el reguero de mensajes que ha dejado tras de sí la celebración en Medina Azahara de la jornada Los retos del patrimonio, con la que se quiso festejar el medio año que la ciudad califal lleva ostentando el título de Patrimonio de la Humanidad, lo que se hizo por todo lo alto, con la presencia estelar de la directora general de la Unesco, el organismo que concedió el título. El primero de esos mensajes, más allá de las palabras y los envoltorios bienintencionados de este tipo de eventos, es la escenificación del interés del Gobierno de España por respaldar y rentabilizar las muchas posibilidades culturales que encierra un yacimiento arqueológico que deslumbra a todo el que lo visita --incluida, por supuesto, Audrey Azoulay, la estrella invitada, que lo pisaba por vez primera--, a pesar de que esté excavado en una mínima parte. Aunque más que interés del Gobierno, que tal como reconoció el propio ministro de Cultura, José Guirao, no tiene arte ni parte en la gestión del monumento, asunto de la Junta de Andalucía --casi invisible en la cita por pillarle en periodo transitorio--, la que tiene y siempre ha tenido indisimulada predilección por Medina Azahara es la actual vicepresidenta del Ejecutivo, Carmen Calvo, que en su día arrastró a lo más granado de Oriente y Occidente hasta el paraíso perdido de los califas con la exposición El esplendor de los omeyas, y que bien como consejera, como ministra o como se tercie no cesa de poner su empeño en mostrar al mundo que «proteger Medina Azahara es proteger el mensaje del tiempo», que siempre está preñado de futuro.

Lo malo es que la tutela de la herencia patrimonial no está exenta de aristas, como los riesgos economicistas que entraña esa riqueza, siempre expuesta a desmanes si no se ata en corto su administración; o más claramente, el peligro del turismo de masas para la conservación de un legado arqueológico que tras sobrevivir a la erosión de siglos y civilizaciones podría sucumbir hollado por hordas de turistas descontrolados, capaces de arrasar con sitios e identidades. Según convinieron los especialistas --que distinguen entre la figura del viajero como investigador y la del turista como consumidor--, el turismo es un fármaco en la medida en que lo entendían los griegos clásicos: medicina pero a la vez veneno; un elemento positivo para fomentar el interés de la sociedad hacia el patrimonio y una forma de darle vida, que luego ha de prolongarse en las escuelas, pero a la vez una amenaza frente a la que se precisan límites que impongan su convivencia armónica con la protección de la tradición recibida.

Pero la jornada en torno a Medina Azahara se desarrolló sobre todo en términos positivos, sin caer en el optimismo ingenuo. Tanto que hasta se habló de «reconciliación» entre arqueología y arquitectura --no siempre guiadas por los mismos objetivos-- y lo que el diálogo entre el pasado y la contemporaneidad puede aportar como fuente de progreso. Sin embargo, las frases más rotundas, también las más hermosas, las sembró la máxima responsable de la Unesco, que describió el legado del pasado como «los cimientos para construir un sentimiento de pertenencia común y un bien social».

Porque el patrimonio, afirmó Audrey Azoulay --que fue ministra francesa de Cultura y Comunicación en el Gobierno de Manuel Valls-- es un magnífico instrumento para la paz, «que solo se gana de manera duradera si se gana en las mentes». Es una riqueza que debería actuar como conciencia de los pueblos, llevando cohesión y concordia a donde late el desacuerdo, Es, en fin, una «diplomacia cultural» que ha de ponerse al servicio de un mundo mejor. Que así sea.