Serán ellos, los políticos, a quienes no esté permitido tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubran estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán de guardianes en administradores trapisondistas y de amigos de sus conciudadanos en odiosos déspotas. Pasarán su vida entera aborreciendo y siendo aborrecidos, conspirando y siendo objeto de conspiraciones, temiendo, en fin, mucho más a los enemigos de dentro que a los de fuera y así correrán en derechura al abismo, tanto ellos como la ciudad.

El texto que acaban de leer no es mío como podrán comprender, sobre todo por el lenguaje que se emplea, sino que es, cómo no, de Platón. Ni es mío el texto ni, confieso, lo expongo aquí como si me hubiera pasado las últimas vacaciones de Navidad leyendo La República. No me las he pasado así, no, pero sí leyendo Los libros y la libertad de Emilio Lledó, que es donde se cita este texto platónico. No me neguéis su oportunidad para lanzar un mensaje de año nuevo a nuestra clase política, de donde todo parte para que todo vaya mejor de lo que va. Nuestros políticos españoles son muy dados a lanzar la piedra y a esconder la mano, sobre todo uno que todos conocemos, el amigo Montoro, que por fin ha dejado de un tiempo a esta parte esa sonrisa sarcástica de «allá os pudráis con vuestras miserias», y que siempre nos anima a ser buenos ciudadanos a través del cumplimiento del deber de pagar honestamente nuestros impuestos mientras los demás contemplamos absortos cómo ellos mismos, nuestros políticos, se embolsan todo lo que pueden y otro poco más, sin que, incluso, todo que se meten en el bolsillo sea ilegal: los sueldos que cobran, las dietas, etc.

Ya ni siquiera voy a discutir sobre lo que cobran porque me conformo con que dejen de robar. Hace poco felicitaba a una jovencísima política de nuestra ciudad que acaba de acceder a un puesto de responsabilidad en su partido político y le dirigía sólo estas palabras: Espero que pertenezcas a esa clase de seres humanos que nos devuelva a los ciudadanos la confianza que hemos perdido en la clase política. Me respondía diciéndome que espera poder hacerlo y que se sentiría muy satisfecha si lo consigue. Ojalá sea así y una nueva generación de jóvenes formados, cuyo interés no sea fundamentalmente hacer carrera en la política sino única y exclusivamente prestar un servicio a la ciudadanía para que ésta mejore sus condiciones de vida, nos devuelva a todos la confianza que hemos perdido. Cataluña es un ejemplo patente y desgraciado de la desunión absoluta, no solo entre los ciudadanos y la clase política, sino entre los mismos políticos que acaban convirtiéndose en custodios de sus propios intereses personales en detrimento de los intereses y necesidades de aquellos y aquellas que en ellos depositaron su voto, su confianza. Cuando el problema ha salido a la luz ha resultado demasiado tarde para emplear lo que en política se debe emplear: el diálogo, la dialéctica, la palabra que construye, el único camino posible para que nuestra sociedad funcione bien y esté «bien» significa que todos y cada uno de los ciudadanos que la integran perciban su propia vida como una vida digna y, en la medida de lo posible, feliz.

Hoy mismo, Juan, uno de mis alumnos de Historia de la Filosofía, me decía en uno de esos debates que tanto les gusta --con tal de que el profesor no les pegue la chapa-- que el problema de España consistía en la juventud de su Democracia. Yo creo que ya hemos cumplido una mayoría de edad suficiente para hacer bien los deberes.

* Profesor de Filosofía @AntonioJMialdea