Acomedios de los años 50 del siglo pasado Barcelona era por antonomasia, y con reconocimiento y gratitud de todo el país, la capital del libro español. La política del flamante Ministerio de Información y, muy en particular, la desplegada à tambours battants y singular eficacia por su director general, el empecinado catalanófilo Florentino Pérez Embid (1918-74), grande y auténtico amigo de Jaume Vicens Vives -¿hay en todo el Principado alguna calle o plaza con su nombre?-, favorecieron en ancha medida la protección gubernamental casi ilimitada a las metas e intereses de la industria editorial catalana, adquiriendo esta una supremacía tal que solo iniciada la centuria presente empezó a sustituirse por la madrileña, sobre todo, tras el abandono de la ciudad condal por la mítica Planeta, obra personal del legendario e irrepetible sevillano José Manuel Lara, marqués de El Pedroso (1914-2003).

Empresa muy descollante de tan sugestivo panorama fue la Editorial Teide, rectorada con suma eficacia por la patricia familia gerundense de los Rahola, con una de sus integrantes casada justamente con el historiador quizás más mediático de la España de mediados de la centuria pasada, el susomentado Vicens Vives.

En ella, y en 1954, publicó el ministro plenipotenciario don Antonio Suqué Sucona (1866-1956) uno de los libros de recuerdos más enjundiosos de la ya rica literatura memoriográfica española: En el desplome de Europa. Memorias de un cónsul de Europa (1898-1932). Orán-Londres. San Francisco. Riga. Salónica. Budapest. Trieste. Madrid. Montreal. Montevideo Gibraltar. Tan largo título, aparte de dar razón detallada de su contenido, nos sitúa en unos de los escenarios más rutilantes del primer tercio de la centuria pasada que acaso no fuera más que el umbral o primer capítulo de un drama en verdad consumado tras el segundo conflicto planetario. Pocos lugares, ciertamente, más sugestivos y adecuados para contemplar desde un mirador privilegiado como fuese el consulado español de dichas ciudades el desplegar de unos acontecimientos que conmovieron al mundo. Este Zweig reusense, diligente y curioso en grado extremo, tuvo buen cuidado en trasmitirnos en primera persona y en prosa directa y sobria la crónica de una muerte que no fue nunca anunciada. Y así sus recuerdos diplomáticos de Orán, Londres, San Francisco, Riga y Salónica, tan jugosos y fruitivos, nunca se ensombrecen con el fantasma del abandono del Viejo Continente de su hasta entonces indiscutible liderazgo mundial. Auscultados sus latidos desde horizontes muy salientes, nada hacía presagiar al autor y a la inmensa mayoría de sus coetáneos que por entonces la historia alzaba el telón de la tragedia que anunciara el lento, pero inexorable, término de una hegemonía multisecular. De este modo, los recuerdos de la primera fase de su honesta y asendereada «Carrière» abundan en evocaciones de lances y peripecias que tanto en Orán como en Salónica, los lugares acaso con menor presencia en la política europea del final del periodo de la Paz Armada, se interconectan y relacionan de continuo con los episodios de sus grandes referentes del momento. El acucioso observador de unos sucesos de inconfundible color local entrevera sin pausa su imantador relato con remembranzas y consideraciones plenamente «europeístas», ora sobre eventos, ora sobre personajes. Y siempre desde un peraltado talante catalán, ya que, sin duda, una de las características más resaltadas de la obra glosada estriba en la absoluta identidad con el sentimiento español del tarraconés autor de todas las muchas líneas de un texto solo de lectura difícil por su tipografía.

* Catedrático