Al pensar en lo vivido o padecido desde marzo recuerdo aquellas afirmaciones campanudas que nos aseguraban que de esta situación saldríamos mejores y más fuertes. No sé ustedes, pero yo miro a mi alrededor y todo lo que veo es peor y más débil, empezando por mí. No hay nada que pueda percibirse con un nuevo matiz de fortaleza, no hemos ganado solidez alguna en nuestras costuras internas y exteriores. La sensación es quebradiza, desde esa intimidad más reflexiva que siempre va conmigo hasta las estructuras de nuestra convivencia. No es solo una crisis de representación, sino la representación de una caída que tuvo su chasquido en la pandemia y ha llegado más lejos en sus filos, en sus cortes que sajan las fracturas de la realidad. Todo esto contrasta con los famosos eslóganes de la superación de la pandemia, que ha sido una prueba recibida en marcha en la áspera carrera de vivir. Comprendo esos mensajes, a pesar de su ingenuidad bobalicona en un merengue de lugar común, porque algo había que decir y el nivel es este. También comprendo que se sacara a los niños a esos escaparates que fueron las terrazas a enseñar sus dibujos de los arco iris, porque algo había que hacer y, sobre todo, había que llenar de contenido el océano de horas de los pequeños dentro de las casas. En ese aspecto, creo que la moda «resistiré» estuvo bien para ellos, porque de alguna forma se le estaba dando un sentido a la situación, se les estaba diciendo: «Vamos a animarnos entre todos porque de esto saldremos, y tus dibujos también son importantes».

El problema vino cuando a los adultos se nos trató como a niños. Estuvo bien la moda de cantar para los padres que tuvieron que pasarse el confinamiento teletrabajando, cuidando, educando y entreteniendo a sus hijos. Pero a los demás nos ha faltado una dosis mayor de verismo y crueldad. Nuestros sanitarios estaban luchando contra la enfermedad mientras también caían, porque no tenían protección. Se compraban partidas gigantescas de medios defectuosos y al final médicas y enfermeros, enfermeras y médicos, tenían que fabricarse sus propias batas con bolsas de basura y sus mascarillas con demás remedios caseros. Y nosotros, mientras, con el Resistiré en los balconcitos, sacando de Internet recetas de bizcochos y de panes porque todo es ponerse, mientras tarareamos sin desmayo esa canción espléndida que alguna vez, espero, podremos recuperar sin pensar más en esto. Porque lo que pasaba de verdad no podía ni verse, el salvajismo del virus era un chascarrillo de Simón o una intervención presidencial, pero no lo veíamos porque no se nos permitió mirarlo de frente. Y cuando un periódico sacó en su portada la escena de un muerto por el coronavirus, esa desolación del pecho hundido y el cuello enflaquecido por su última bocanada de aire, se le acusó de hacer un periodismo sensacionalista. Porque la consigna era creer, y hacernos pensar, que la amenaza que no se ve no existe. Y así hemos seguido, tirándonos a la calle a la menor oportunidad, porque en el fondo nunca hemos visto el rostro al enemigo, y por eso era sencillo caer de nuevo en la indulgencia colectiva.

No hemos salido mejores y más fuertes porque cualquier situación de crisis grave saca lo que de verdad hay en nosotros. Y lo que había en nosotros, lo que este tiempo nos está haciendo ser y vivir, no es ni noble ni bueno. Pienso en lo que escribiría Luis Cernuda si estuviera viviendo todo esto: «Si ya os lo decía yo, si ya os lo decía yo». Está sacando lo bueno donde hay bueno. Y está sacando el resto en los demás. Desde el fango político hasta ese otro lodo mucho más privado de la intimidad, nada heroico puede improvisarse. Lo que era malo sigue siendo malo o es peor. Lo que era bueno sigue siendo bueno. Y ya.

Sin embargo, si eres seguidor de Dostoievski sabes que se crece en el dolor. No te vuelves mejor, pero se crece. Es una ampliación de capital humano que siempre sale cara, pero sale al fin. Cuando todo esto pase no saldremos mejores ni más fuertes, insisto, pero quizá sí nos conozcamos un poco mejor. Y eso no es poco. Saber dónde reside tu flaqueza más íntima, tu miedo o tu egoísmo. Porque siempre está ahí. Y la gente que más suele exhibir su pretendida generosidad luego nos sorprende con su egoísmo feroz. Ahí está Shakespeare, ahí está Ibsen. Nada es lo que parece hasta que nos encontramos con nosotros mismos en la más descarnada soledad. Y si alguna fortaleza puede extraerse de aquí, es precisamente conocernos sin filtros. O sea, con verdad.