V ivimos, inconscientemente o no, marcados por las pautas sociales, dejándonos llevar por eso que se ha dado en llamar lo «políticamente correcto» -que no es necesariamente lo mismo en todos lados- y procurando no sacar demasiado los pies del plato para no atraer sobre nosotros miradas o comentarios que puedan complicarnos la existencia. Pero eso ocurre en tiempos normales; ante una anormalidad como la que ahora sufrimos con la pandemia que nos azota, todo cambia. Los momentos más críticos son los que revelan la verdadera naturaleza del ser humano. Y aflora sin maquillajes lo mejor y lo peor de cada uno.

En honor a la verdad, hay que decir que esta nueva plaga del coronavirus ha puesto de manifiesto ante todo nuestro lado bueno; ha desatado una ola de solidaridad que va desde el reconocimiento sin fisuras a quienes trabajan en primera línea para vencer al mal aun a riesgo de su salud e incluso sus vidas al apoyo material hacia los más necesitados -que son muchos y serán cada vez más- que espontáneamente surge desde colectivos y personas anónimas. Ha sido y sigue siendo una corriente de generosidad tan palpable, desde la confección de mascarillas a la ayuda económica a los más débiles, que a veces incluso tapa lo malo que sigue pasando al margen del Covid 19, como si no tuviéramos bastante con el bicho para llenarnos de miedo e inseguridad. Casos de violencia de género, ahora más ocultos entre las cuatro paredes del encierro forzoso; delitos de los de siempre y de los nuevos, pura picaresca para sacar tajada del dolor ajeno -hay que ser muy desaprensivo para robar a Cáritas aceite destinado a familias pobres, como ha ocurrido en Aguilar-, todo esto y otras muchas miserias de la condición humana afloran estos días sin descanso, aunque casi pasen desapercibidas mientras los focos apuntan al goteo terrible de muertos y enfermos que nos tiene encogido el corazón y desatadas las neuras.

Solo esto último puede explicar, aunque no justificar, hechos tan indecentes como que en ciertas comunidades de propietarios, incluidas algunas de Córdoba, se estén dando casos de vecinos que invitan por la cara a personal sanitario que habita en el mismo edificio a abandonarlo por temor a que los contagien. Recomiendan -en ocasiones con insultos y acoso- dejar su casa y largarse a otra vivienda, así sin más, a algunos de esos profesionales que están dando todo lo que pueden y mucho más para que los demás permanezcamos a salvo relativo en la comodidad de nuestras casas; a las mismas personas que no dudarían en pedir consejo o auxilio si se sienten tocadas por el virus. Y a las que, llegadas las ocho de la tarde, los mismos que ahora las señalan con el dedo acusador saldrán a aplaudir desde el balcón. Por suerte, no parece que el mal ejemplo haya cundido, pero es de un cinismo tan grande que sobrecoge solo pensarlo. Mejor quedarnos con lo bueno. Con la generosidad desplegada en ocasiones por quienes tampoco disponen de mucho que ofrecer; con el reconocimiento sincero y unánime hacia cuantos colectivos se afanan por sacarnos del atolladero; con los que rehúyen la gresca política, tan inoportuna como dañina. Con los que miran hacia el futuro con esperanza.