Medina Azahara funda el paraíso con su fiebre de ocaso. Todo es crepuscular, todo es un nimbo de arquerías naranjas en su lumbre fugaz. Hay pocas soledades que puedan compararse con un atardecer saliendo del Salón Rico: si el Templo de Poseidón en cabo Sunio, con su fuego en el mar, puede leerse como una plenitud del porvenir, con su continuidad de luz flamígera, un anochecer en Medina Azahara, entre los restos de su majestad caída, es un testimonio de nuestra finitud, de nuestro paso leve en unos días de arena. Uno va caminando entre las ruinas de Medina Azahara y tiene la impresión de estar siguiendo un rastro de huellas disueltas por el tiempo, en una constelación arquitectónica que perdió su sentido como mapa celeste y ahora es el recuerdo de una pérdida. La belleza no está sólo en lo sugerido, en lo que pudo ser, en la reconstrucción literaria o artística que uno pueda hacer desde el cimiento para elevar sus muros otra vez, bajo ese mismo cielo que es un manto cubriendo su cadáver de escombros, expuesto y extendido en una larga noche de intemperie. La belleza no depende de la figuración, porque en ese abandono también hubo esplendor, una especie de paz intimista y sutil al comprenderlo y al asimilarlo. Porque todos nosotros también tenemos que asistir, lentamente, a nuestro propio derrumbe, tenemos que atenderlo y que cuidarlo, ofrecerle su sitio en su espacio de horas. Algo de eso hay en Medina Azahara, con todas las columnas limadas por los vientos que dejaron atrás el millón de relatos anterior a los nuestros. Al pasear por los senderos de Medina Azahara, me asaltan voces que estuvieron ahí: pero no únicamente las protagonistas de una narración más o menos fabulada o histórica, sino también los ecos de los que han caminado entre esas mismas piedras antes que nosotros, cuando Medina Azahara estaba desaparecida de la vida como una ciudad mítica, la época en que apenas pasaban por allí los últimos pastores o un grupo de estudiantes que acudía, quizá por primera vez, para recuperar el testimonio desolado y desierto de una ciudad perdida.

El 17 de enero de 1977, una semana antes del atentado de Atocha, se estrenó en Televisión Española el episodio Azahara, perteneciente a la primera temporada de la serie de Antonio Gala Paisaje con figuras. Una María José Díez en la cumbre de su belleza encarnaba a Azahara, la favorita del califa Abderramán: vista hoy, nos sigue pareciendo una revelación de luz corpórea recorriendo su propio escenario una vez más, una imagen que vuelve de su paz en la tierra a visitar los restos que habían sido su vida. Tan evocador como el texto del guion, un monólogo de Azahara con apariciones esporádicas y cargadas de un simbolismo lírico del propio Abderramán -obra de un Antonio Gala en estado de gracia, contemporáneo de la edad de su mejor teatro- es asistir al estado de la ciudad en 1977, cuando se emitió el episodio, pero también a las gentes de la propia ciudad en el entorno de la gran Mezquita o en la plaza de la Corredera. Azahara anda entre ellos, contemplándonos desde su espléndido pasado, mientras los habitantes de la Córdoba actual -vieja ahora: hablamos del paisaje ciudadano de hace 41 años- la contemplan con una mezcla de indiferencia y naturalidad. Así hemos caminado nosotros entre los restos de nuestra ciudad: del mismo modo que los griegos se asoman una vez en la vida a un atardecer en cabo Sunio, al último sol sobre el palacio de Agamenón en Micenas o en el anochecer en la Acrópolis, porque no se puede vivir entre las ruinas elegíacas del mundo, y respirar sin ahogarse, si no se normaliza la visión de lo que sigue siendo extraordinario.

Tan onírico como el episodio de Paisaje con figuras resulta la lectura de un libro de poemas publicado veinte años antes, en 1957: se trata de Elegía de Medina Azahara, de Ricardo Molina. Asistimos al canto por las viejas ruinas, su representación del paraíso perdido. En sus poemas volvemos a tocar, al recorrer los restos elevados hacia el cielo cobáltico, ese oasis dormido de «calma, lujo y voluptuosidad», pero no sólo eso. También la visión que el propio Ricardo tiene de los poetas anteriores a él: «Los hombres que cantaban /el jazmín y la luna / me legaron su pena / su amor, su ardor, su fuego. / La pasión que consume / los labios con un astro, / la esclavitud a la / hermosura más frágil. / Y esa melancolía / de codiciar eterno / el goce cuya esencia / es durar un instante». En el anochecer de la vida, la ciudad de Azahara es nuestro espacio.

* Escritor