Hay un momento íntimo antes de enfrentarse oficialmente a una carrera de larga distancia. El corredor se levanta a las seis de la mañana, desayuna unas cuantas nueces y fruta, camina hasta el baño con cuidado, comprobando la mecánica de todos los tendones. Se ve en el espejo (la casa en silencio, la mirada sobre las ojeras), y fija la mirada en esa versión suya, de repente extraña. Pondera la dureza de los músculos, la grasa, la posición de sus vértebras, la longitud de las piernas. Se estudia el conjunto, como un ingeniero revisando una máquina de guerra, y nace la convicción de que ese cuerpo puede correr, dentro de tres horas, más de veinte o cuarenta o cien kilómetros.

Cualquiera de los días que han llevado hasta esa forma hacen tic tac. ¿La sensación de arena entre los huesos de la rodilla? Tic tac. ¿El pinchazo en los hombros? Tic tac. ¿La pierna dormida desde la planta hasta el sacro, arrastrada a plomo desde un kilómetro cada vez más temprano? Tic tac. Te lo dice tu cuerpo: no te quedan infinitas carreras. Pero delante del espejo, viene el pacto: «hoy sí». Pienso que la mayoría de la gente corriendo maratones y medias han comenzado a entrenar muy tarde. Existe cierto desprecio, cierta condescendencia, hacia el ejercicio físico. Puede perfectamente llegar a los veinte años una persona inteligente convencida de que ella no podía correr, física y socialmente. Primero se corre tímidamente, se tantea. Luego se compran unas zapatillas algo mejores, se estudia la pisada, se va haciendo más hortera y desquiciada la ropa. Y ahí te tienes, en las mallas que eran excesivas y nunca te pondrías porque era pasarse, atravesando la calle recién inundada, en Córdoba las panaderías, los oficios generosos y el eco de tus pisadas. Emanando vaho como un caballo fugado.

Se llega al momento del espejo tras muchos kilómetros de entrenamiento, muchos madrugones, mucho tirarse a la calle tras horas de trabajo. Parte del atractivo de la media es que da una ciudad nueva para correr, aunque sea la misma. Sin coches, con gente animando en vez de apuntando o cruzándose, con compañía. «Ahí va la mía». Y ahí va, extrañamente feliz, empapada del sabor de la naranja, echando cuentas sobre cuándo comerse el gel de glucosa que lleva colgando en el cinturón, anticipando el sabor glorioso de la bebida energética azul que van a darle en la meta.

Correr es pensar, al menos para mí. Ojalá pudiera ir a cuatro el kilómetro y escribiendo a la vez. Asumo que los pensamientos que me visitan mientras corro no permanecerán: me he puesto a su altura corriendo, y cuando pare, ellos seguirán, dejándome atrás. Pero se está bien ahí, la ciudad o los senderos debajo y tus ideas reducidas a lo esencial. El corredor termina la media, y estudia los 15 segundos que le han costado un año, para bien o para mal, y no cambia nada, ni le importa a nadie. Ese cuerpo, esa máquina, ese gólem de voluntad y hambre, podía.

Estudiar el espejo era una cuestión de orgullo, no de vanidad.

* Abogado