“Hay negacionismos y negacionismos”, dirán; “y no todos son igual de dañinos”. Este artículo pretende poner esta idea en cuarentena. Invocaré para ello las páginas ya algo amarillecidas de un ensayo publicado en 1877 por el matemático y filósofo inglés W.K. Clifford (La ética de la creencia), el cual recibió en 1896 un famoso rapapolvo por parte del filósofo W. James -añosa pero apasionante polémica en la que no entraré aquí por falta de espacio. Me detendré tan solo en un aspecto muy concreto del ensayo de Clifford, entre cuyas líneas arde todavía esa mecha silenciosa que cede su título a esta columna.

El origen del término “negacionismo” se asocia a la labor de ciertos historiadores que, desde hace décadas, niegan la magnitud (incluso la existencia) del Holocausto, pese a toda la evidencia acumulada. Según ellos, la “leyenda” del Holocausto forma parte de una conspiración (urdida en su día por plutócratas judíos, polacos resentidos, bolcheviques sedientos de sangre…) que ni de lejos roza lo que de verdad sucedió en Auschwitz. Desde entonces, han recibido la etiqueta de “negacionistas” todos aquellos movimientos que, de un modo palmario, niegan la existencia de algún acontecimiento sólidamente contrastado por la comunidad científica. Por ejemplo: los anti-evolucionistas, los terraplanistas, los negadores del VIH o quienes ahora ponen en duda que el SARS-CoV-2 sea en verdad tan malo como lo pintan. Según ellos, esto de la covid no es sino -¡oh, sorpresa!- otra conspiración más: una “dictadura”, un “secuestro mundial de rehenes”, una “estafa sanitaria” diseñada por chinos desalmados, funcionarios corruptos de la OMS, emporios farmacéuticos o vete tú a saber -pues, dada la ausencia de respaldo empírico de sus afirmaciones y su capacidad de inventiva, los negacionistas no suelen ser muy precisos a la hora de designar al Gran Culpable, sino que apuntan a uno u otro según el humor del momento.

Hay quienes consideran que los miembros de esta última cosecha de negacionistas son más peligrosos que los de otras añadas, ya que sus afirmaciones son -por usar la jerga filosófica- “performativas”; es decir, que en el mismo acto de ser enunciadas, realizan el hecho que enuncian. Si estos negacionistas afirman en una manifestación (en la que no guardan la debida distancia social ni usan la mascarilla) que no hace falta tomar medidas de distancia social ni usar mascarilla porque la amenaza de la COVID es un invento de… (póngase aquí el nombre del Conspirador favorito), están llevando a cabo en ese instante lo que afirman (o lo que niegan). De este modo, ponen en riesgo su salud y la del resto de la población, según señalan todas las evidencias científicas disponibles. Esto parece algo muy distinto, dirán, del caso de quienes niegan la esfericidad del planeta o de los que afirman que la evolución es imposible porque Dios creó las especies tal y como son ahora hace unos cuatro mil años. ¿Qué mal causan a nadie estos últimos por sostener creencias tan disparatadas?

En su ensayo de 1877, W.K. Clifford señala el vínculo que existe entre tener una creencia y llevarla a cabo. Tener una creencia, aunque no se ejecute de forma inmediata, implica adoptar una disposición a actuar conforme a ella en el futuro. En nuestro fuero interno, esa creencia se unirá a otras creencias afines (las que la confirman), rechazará a las que se le oponen, crecerá, y creará una tendencia que no dudará en trasladarse al mundo en cualquier momento. Pero no todas las creencias son iguales, dice Clifford: unas se toman a la luz de las evidencias, otras en contra de ellas. Pues bien, este último tipo de creencias, formadas sin cautela racional alguna, podrían poner poco a poco “en nuestros pensamientos más profundos una mecha silenciosa que algún día podría causar una explosión en forma de acción abierta”, al predisponernos a aceptar ciertas patrañas que -de darse las circunstancias- podríamos llevar a la práctica.

Es por ello por lo que no veo tanta diferencia entre aquellos negacionistas de la COVID, que causan un peligro inmediato cuando se manifiestan, y aquellos (aparentemente más inocuos) que ceban su mente de explosivas barbaridades a la espera de que alguien o algo encienda la mecha. Clifford, de un modo tal vez algo enfático (lo que provocaría la réplica de James) señala que no debemos admitir ninguna creencia que no esté sustentada en evidencias racionales; que más nos vale no creer en algo en particular (si no contamos con pruebas suficientes) que creer porque tenemos “una corazonada”, o porque nos provoca cierto alivio psicológico, o por cualquier otra razón espuria. Nuestra indignación hacia los negacionistas de la COVID está justificada. Pero igual de incómodos deberíamos sentirnos ante quienes niegan la esfericidad de la tierra, o la muerte de seis millones de judíos, o el hecho de la evolución. Pues algún día su delirio les explotará entre las manos, y tal vez (sin buscarlo) caigamos también nosotros con ellos.

* Escritor