No se por qué, pero me cuesta llamarme «impuesto», aunque lo soy con todas las letras. Soy polémico y, por excesivo, la mayoría de los contribuyentes me odia.

Me he montado en una noria de porcentajes, tan dudosamente reflexionados, que el vértigo se ha instalado en mí y casi no me creo que sea «valor añadido» de nada; más bien me siento un títere, una marioneta manipulada por ánimos recaudatorios que manchan mi significación más honesta que ponderada; sin embargo, también pudiera ser al contrario: que mi sentido, cuidadoso, dentro del equilibrio presupuestario pudiese ser transmutado en un factor menguante de la necesaria justicia contributiva, como una perversa decadencia entre la esplendidez del plenilunio y la oscuridad del novilunio.

Me siento descendiente de aquel antepasado impositivo que dio mucho que hablar, aunque poco contestado porque el sistema donde nació no lo permitía, llamado «Usos y Consumos», sin que yo llegue a comprender para qué lo usaban y quiénes lo consumían, pero en aquella época no existía conciencia crítica del gravoso contexto tributario, el propio reproche, expresado con maledicencia, era vituperado y perseguido por decreto-ley; se toleraba, sin más... Y aquí paz y después gloria.

A mí, sin embargo, se me puede recriminar todo lo que se quiera, y, por eso mismo, me siento traído y llevado por la calle de la amargura. No acabo de aclararme ante el disparadero que habitualmente me colocan: con la desfachatez de ofrecerme como baluarte --amparándome unos y castigándome otros-- en la economía llamada sumergida. ¿Lo quiere con o sin IVA?, como si yo fuese un simple y solitario café, con o sin leche, con azúcar o sin ella... ¡Habráse visto que descaro y chulería!

Soy, además, «objeto» indeseable que a todos cabrea: me subieron del cuatro al ocho y del ocho al veintiuno sin, siquiera, tener la elegancia de preguntarme; pero... ¿Qué culpa tengo yo? ¿Soy, acaso, el motivo por el que la Cultura, decían, iba a desaparecer de España? Yo no quiero eso, ni mucho menos; pero tampoco puedo protestar porque no sé quién pudiera ser el destinatario de mi queja. ¿Podría ser, por ejemplo, una derecha estoica, impasible e insolidaria o una izquierda hipócrita y falsa o un centro incoloro, inodoro e insípido? Piensen ustedes que hasta puedo llegar a ser digno de lástima ante este dilema que, para mí, es desde toda perspectiva, insoluble; máxime cuando quienes me soportan, quienes me aplican lo hacen irritados, enfadados sine die y sin sentido de la responsabilidad solidaria. Quitarme, erradicarme, de la oficialidad facturable es «meter la mano en la caja» de los recursos colectivos; es decir, además de que me prostituyen, me siento como gallo en corral ajeno... ¡Y es tan triste!

Tan afligido y desconsolado estoy, que, difícilmente, existe algo en el mundo que me pueda alegrar, por ahora. Y, para más desgracia, me llaman «impuesto indirecto» como si yo fuese algo sinuoso, algo solapado y con intención manifiesta de enloquecer al prójimo arbitrariamente o un antojo fantástico que rompe la observancia cotidiana de las reglas vitales; un caprichoso ególatra que solo vive para fastidiar. ¿Creen ustedes que puedo vivir con esa opinión a cuestas?

Nada más lejos de la realidad: yo solo pretendo convivir plácidamente, con el propósito de que cada cual cumpla conmigo sabiendo la función que me corresponde: la de subvenir al gasto público para cubrir, en parte, las necesidades de todos. Nada más y nada menos, pese a que me llamen como quieran «IVA reducido», «IVA a compensar», «IVA repercutido», «IVA soportado» y hasta «IVA regla de prorrata» ¡Que vaya nombrecitos! ¿A que parecen insultos a un pobre impuesto que no se mete con nadie?

En fin, solo pretendía, con esta presentación, que me conocieran como impuesto personificado porque, en ocasiones, la primera impresión no es la que vale. Yo, IVA, siempre os consideraré como mis sacrificados contribuyentes del alma...

* Gerente de empresa