La gira de Theresa May por varias capitales europeas en busca de aliados para renegociar el acuerdo de salida del Reino Unido de la Unión Europea refleja la gran debilidad de la primera ministra después de que aplazara la votación sobre el brexit que debía haberse realizado ayer. De haber mantenido el voto en la Cámara de los Comunes lo hubiera perdido, con lo que el brexit, el Gobierno y el liderazgo del Partido Conservador hubieran entrado en una dimensión desconocida, pero con una víctima conocida, es decir, la primera ministra. Esta debilidad únicamente contribuye a fortalecer a sus correligionarios revoltosos y no aleja la espada de Damocles que se balancea sobre su cabeza. Todo lo contrario. Bruselas, Berlín y La Haya ya le han dicho que el acuerdo alcanzado no se toca. Su estratagema de apurar el tiempo hasta el 21 de enero, el día límite en que debería producirse la votación en los Comunes, en busca de algún retoque cosmético revela una operación de pura supervivencia política y personal que Europa no debe aceptar. May sabe que su futuro y el del brexit lo decidirán el Parlamento británico. Por ello ha intentado cortocircuitar cualquier decisión de Westminster sabiendo que serían los suyos quienes le darían la espalda, pero aquella vetusta y muy digna institución representativa de los británicos es la que tendrá la última palabra en una cuestión de la que nadie, ni ellos, ni el resto de los europeos saldremos bien parados.