En memoria de Miguel Manaute, Consejero de Agricultura de la Junta de Andalucía (1982 1990), con solo bachiller elemental

En una sociedad, como la española de hoy, en la que la gran mayoría de la población tiene título universitario, es bueno que también lo tengan los que se dedican a la política, reflejando así la realidad social que representan. Pero no parece conveniente magnificar la importancia de los títulos universitarios en la política, ya que eso puede tener efectos perversos. Está claro que tener un título académico no es garantía de buen político. Pero la realidad es que criticamos cuando se produce el nombramiento de un cargo político que no reúne títulos suficientes, y menospreciamos su experiencia en otras áreas, incluida la de la propia política.

Traigo esto a colación con motivo del debate en torno al falso máster de Cristina Cifuentes y al asunto de los políticos que han «inflado» sus CV, temas ambos que quiero analizar desde una perspectiva que, en mi opinión, no ha sido tratada, y sobre la que expongo algunas reflexiones.

El problema de la «titulitis» entre los políticos puede explicarse por varios factores. El primero es la fuerte presión que los políticos reciben de la opinión pública, en el sentido de que si un político no tiene un título universitario, no se le considera capaz de ejercer eficazmente su actividad. Con la extensión generalizada de las licenciaturas, le exigimos incluso tener un máster para poder considerarlo capaz de desarrollar su tarea política.

Se da la paradoja de que en una actividad, como la política, en la que no se pide ningún título académico para acceder a ella, es donde estamos ahora exigiendo que los políticos tengan títulos superiores para recibir reconocimiento social.

Esta presión es uno de los factores que incitan a los políticos a sacarse másteres sin disponer de tiempo suficiente para dedicarle el esfuerzo que eso requiere. Para ello aprovechan las facilidades que ofrecen algunas universidades en los programas de postgrado, más preocupadas por captar alumnos (y hacer caja con el elevado coste de las matrículas), que por el rendimiento, calidad y excelencia del programa.

El otro factor explicativo, este de carácter positivo, está relacionado con el deseo de mejorar su formación que muchos políticos sienten cuando ocupan cargos públicos de cierta relevancia y comprueban sus carencias en determinadas materias. Este sentimiento se da sobre todo en personas que desde muy jóvenes están en la política y que, debido a su temprana y plena dedicación a esta actividad, no han completado sus estudios o los han abandonado justo al terminar el bachillerato o en medio de una licenciatura. En estos casos, resulta loable el afán de los políticos por prepararse mejor para el desempeño de sus tareas. No es criticable, por tanto, que se matriculen en cursos de especialización o másteres de postgrado, siempre que dediquen el esfuerzo y el tiempo que ello les exige.

El problema está, como en la situación antes analizada, en que no disponen del tiempo necesario para realizar un estudio universitario de postgrado con la intensidad y dedicación que se les exige a los alumnos, y entonces buscan la fórmula de poder compatibilizarlo con su actividad política, aprovechando su influencia o redes clientelares con el mundo académico y las mencionadas ventajas que ofrecen algunas universidades.

El resultado de todo ello es doble. De un lado, aumenta la degradación de la actividad política, que se ve contaminada por la corrupción en un tema, como este de la formación, tan sensible a la opinión pública y donde se supone que rigen los criterios del mérito y el esfuerzo. De otro lado, produce una degradación de nuestro sistema universitario, al ofrecer su cara más gris ante la falta de rigor y seriedad de algunas universidades en la concesión de títulos de postgrado por los que cobran elevadas tasas académicas y cuyos requisitos relajan cuando en ellos se matricula algún profesional muy ocupado o un político de cierta relevancia.

La indignación está servida y el daño está ya hecho. Solo confío en que esto sirva de catarsis en un triple sentido. En primer lugar, espero que la opinión pública rebaje su presión sobre los políticos respecto a la exigencia de títulos académicos como vía del reconocimiento social para ejercer su actividad, y valoremos más la experiencia y capacidad.Se puede ser un excelente político sin tener másteres o títulos de postgrado; basta con saber escuchar la opinión de los expertos y rodearse de un buen equipo técnico en el desempeño de sus responsabilidades públicas, además, por supuesto, de ser capaz de tomar decisiones, que es la principal tarea de un político.

En segundo lugar, confío en que, tras esta catarsis, los políticos no «inflen» sus CV de manera innecesaria, sino que solo reflejen en ellos sus verdaderos méritos, unos méritos que no tienen por qué estar relacionados con la posesión de un título de máster, sino con las capacidades adquiridas por su experiencia en otras esferas profesionales.

Finalmente, espero que todo esto sirva para que el sistema universitario ponga orden en sus estudios de postgrado, estableciendo los controles necesarios para garantizar la calidad y la excelencia de unos títulos por los que las universidades cobran elevadas tasas, pero que, en no pocos casos, dejan mucho que desear.

* Instituto de Estudios Sociales Avanzados IESA-CSIC