La mascarilla no puede ocultar el rostro del pasado. O sus posibilidades: porque cuando Fernando Simón afirmó en febrero que no era necesario que los ciudadanos sanos usaran mascarillas, muchos le creyeron, aunque acabaran de enterarse de quién era Simón. Porque en esos días todavía festivos en que podías quedar con un amigo y tomar una caña sin que te preocupasen los abrazos pendientes, si alguien que aparecía como director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, preguntado por el uso de las mascarillas por los ciudadanos sanos -o sea: la mayoría-, respondía que «no tiene ningún sentido», semanas antes de la declaración del estado de alarma, pues sonaba creíble. Ahora, casi tres meses después, frente a la nueva obligatoriedad de llevar mascarillas, ha respondido Simón que «no es el factor clave. El factor clave es el distanciamiento social. Lo más importante es llevarla, aunque sea en el bolsillo». Todo esto se entiende. Pero se entiende menos la negación inicial y la nueva obligación de llevar mascarilla. También preguntado sobre esto, ha contestado Simón que «en una situación de escasez en el mercado de mascarillas quisimos ser muy prudentes a la hora de hacer recomendaciones que no se pudieran aplicar». Es una respuesta que puede contemplarse: frente a la exposición de la verdad, eligieron un supuesto bien común. Es decir: evitar un pánico presunto mediante la mentira, que es una ocultación de la verdad. Pero el precio de evitar ese posible pánico ha podido ser multiplicar la muerte: porque si se lanza el mensaje, desde el Gobierno, de que no hace falta llevar mascarillas -cuando sí son precisas-, únicamente porque no las hay -no porque no hagan falta-, se corre el riesgo de que mucha gente decida no ponérselas, si ya las tiene, o de no buscarlas, si no las tiene. Mientras se jaleaba el 8-M y se permitía todo lo demás, no es que no fueran necesarias: es que no había. O la amoralidad.

* Escritor