Tres meses después, el asalto a Masaya simboliza una fractura convertida en crimen. Nicaragua lleva 351 muertos, pero el ejército de Daniel Ortega, formado por policías y paramilitares, asedia Masaya y arrasa Monimbó, su barrio indígena. Nicaragua ha dejado de ser la poesía sensorial de Gioconda Belli y las novelas del Premio Cervantes Sergio Ramírez: ahora Nicaragua es un fulgor de golpes silenciados bajo las tapias, de vísceras ardientes en las manos y mensajes de despedida grabados en el móvil en mitad de un tiroteo, enviados a unas madres que no hicieron la revolución sandinista para esto. El decreto de la Seguridad Social que aumentaba las contribuciones de trabajadores y empresarios e imponía una retención del 5% a los jubilados fue la espita de esta bomba de racimo: después llegó el ataque feroz a una ciudadanía que pedía la dimisión del Gobierno de Ortega tras su deriva dictatorial estos once años, haciendo del decreto su identidad vertical y del control del Ejército y de la Policía una única razón. Los empresarios, unidos a los jubilados y a los estudiantes -que también protestaban por el férreo manejo de la universidad en el sistema de Ortega- salieron a quejarse y fueron machacados por guerrilleros de la Juventud Sandinista, que después serían sustituidos por motoristas armados que, a su vez, pasarían el testigo a los paramilitares como instrumento directo de represión estatal. Pues bien, van por 351 muertos mientras Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, se afianzan en poltronas cada vez más sanguinolentas: francotiradores escondidos en el Estadio Nacional acribillaron a unos manifestantes tan jóvenes como Álvaro Conrado, asesinado con solo 15 años. Así, de 351 muertos, 80 cayeron por disparos en la cabeza. Voluntad de matar a pesar de los intentos de mediación de la Iglesia católica, y también de torturar, como los 120 estudiantes liberados de la Universidad Politécnica. Y aquí nadie habla del tema.

* Escritor