Cuando escribo estas líneas, aún se desconoce el ganador de los últimos comicios electorales a la presidencia de los Estados Unidos. Pero cualquiera que sea el resultado, para mí la conclusión es bastante clara: más Europa.

Donald Trump lleva cuatro años demostrándonos que no cuenta con el Viejo Continente. Tomando decisiones de todo tipo a espaldas de sus tradicionales socios. Incluso alentando divisiones como la del brexit, o perjudicando con aranceles nuestros productos en una guerra comercial inédita, o caminando contra los principios y valores compartidos por la llamada civilización occidental, como la lucha contra el cambio climática o la defensa de la dignidad de la persona y su inclusión por encima de todo.

En el tablero del mundo, donde la partida se juega a tres bandas con Rusia y China sobre todo como colíderes mundiales, nuestro socio preferente pierde protagonismo, da igual quien sea nombrado inquilino de la Casa Blanca el próximo 20 de enero. La brecha que abrió la guerra unilateral de Irak en 2003 seguida del caos mundial que ocasionó la caída de Lehman Brothers y la crisis económica de las subprime, pasando por la retirada norteamericana de la Unesco, de los acuerdos de Kioto, del acuerdo de limitación de desarrollo nuclear con Irán, o la amenaza sobre la ONU o la Organización Mundial del Comercio, nos llevan a un mundo peor y más fragmentado, que exige una Europa más fuerte y unida, con una política exterior más soberana que nunca. Como defiende Emmanuel Macron, más autosuficiente militarmente para proteger sus intereses cuando otros no lo hagan, diplomáticamente autónoma para plantear sus propias posiciones, y económicamente independiente para eludir las sanciones de EEUU cuando están destinadas a prohibir comportamientos legítimos. Lo que presupone una unidad de estrategia que no existe hoy y unos esfuerzos económicos que dudo estemos dispuesto a afrontar.

Hoy día es difícil sentirse europeo, tras el cuestionamiento de los nacionalismos identitarios y el discurso de los populismos, la salida de Reino Unido, la parálisis del proyecto de unión política, o la falta de unidad en múltiples aspectos como la regulación de los flujos migratorios o la lucha global contra la pandemia, que han debilitado el sentimiento europeísta. Pero de la fragilidad y la necesidad, debe surgir paradójicamente la propia fortaleza. No somos un mero club de países en un entorno cultural y económico determinado, sino una realidad estructurada en torno a unas instituciones, una trayectoria y unos valores democráticos y un proyecto que, o juega el papel que le corresponde por su capacidad demográfica, científica, industrial, geoestratégica, económica y cultural, o se convertirá en un actor irrelevante al socaire de terceros intereses. Ahora que la crisis aprieta, será Europa la que nos ayude como antaño en los pasos de nuestra recuperación. No deberíamos desdeñarlo.

Es muy importante conocer quién lidera los Estados Unidos, pero más importante sería el debate sobre cuál es el proyecto europeo del que queremos formar parte, fortaleza o abierto, más social o más liberal; cuál es nuestro papel como moderador en ese tablero mundial en el que mucho podemos aportar, y qué estamos dispuestos a ofrecer para conseguirlo. El futuro no está en más nacionalismos ni populismos, sino en más Europa, en reforzar la integración política, fiscal y económica, desde la pluralidad y la diversidad cultural. Como decía el canciller Helmut Kohl, Europa es nuestro futuro y nuestro destino.

* Abogado y mediador