Habiendo dejado atrás la gélida brisa de la sierra y el polvo madrileño del mes de noviembre, el remiso y anubarrado amanecer cordobés de diciembre entra de nuevo en mi vida. Desde hace semanas vivo rodeado por esa especie de metáfora del poder en la que se ha ido transformando la celebración de la Navidad, capaz en cierto modo de devorarlo todo para convertirlo en mero objeto de consumo. De ahí que abogue en los prolegómenos de estas festividades por mantener vivos los valores que deberían caracterizarlas, y que han de primar sobre el hedonismo imperante, a fin de ver en ellas ese período del año que ha de hacernos un poco más justos y solidarios. Para mí el mes de diciembre no es un período más del año, sino un particular estado de la mente que me hace apreciar aún más la paz, la justicia, la libertad, los derechos humanos y la solidaridad, y me estimula a tratar de comprender mejor su significado.

Precisamente en este mes de diciembre de 2019 han pasado ya de siete las décadas, desde aquel lejano 10 de diciembre de 1948, en que en la capital del Sena se sometieran a votación unos derechos que, concebidos por sus firmantes como atemporales, deberían conformar la base ética y moral de nuestro comportamiento, así como el orden político contemporáneo. La lista de tales derechos aparece recogida en los treinta artículos que ratificara la Asamblea General de Naciones Unidas en su resolución 217 A (III), como consecuencia directa de ese acontecimiento traumático que fue la Segunda Guerra Mundial, y que dio vida a uno de los documentos más decisivos de la Historia de la humanidad. A partir de ella, se han sucedido otros acuerdos de semejante naturaleza, aunque de ámbito más restringido, tales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Carta Social Europea o la Carta Africana sobre Derechos Humanos y de los Pueblos.

Lamentablemente, y pese a la solemnidad de lo recogido en tales documentos, no pasa día en el que no se incumplan algunos de sus principios. Ello sucede incluso en nuestro país, en el que todavía se producen abusos contra los inmigrantes, se ejerce la violencia contra las mujeres, se permite el uso de armas Taser o, en tiempos aún no excesivamente lejanos, tuvo lugar algún que otro caso de tortura. Hace ya setenta y un años que los Estados reconocieron que «los seres humanos solo pueden liberarse del temor y de la miseria si crean condiciones en las que todas las personas puedan disfrutar de todos los derechos humanos». Sin embargo, pese a la promesa de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que nos faculta a todos a defender nuestros derechos y los de los demás, son miles las personas que aún siguen siendo ejecutadas en numerosos países, o torturadas, o que son objeto de malos tratos, o que son consideradas como presos de conciencia al no haber contado con un juicio justo; por no hablar de los millones de personas que aún padecen hambre durante todos los días del año, o que carecen de una vivienda digna, o que no se educan adecuadamente, o que están mal nutridos y mueren por enfermedades que, en buena medida, se podrían haber evitado con un poco de generosidad por parte de todos.

Setenta y un año después, aún están por cumplirse unos derechos cuyo ámbito debería ser universal. De ahí que, en este mes en el que celebramos la Navidad con un indecoroso exceso de derroche, haga un llamado a la imperiosa necesidad moral de estar al lado de los derechos humanos y no de la barbarie, y a la obligación de nuestro Gobiernos y entidades públicas de implicarse aún más en su defensa. Ya fueran civiles, económicos, políticos, sociales o culturales, los Estados se comprometieron a acatarlos, al proclamar el derecho fundamental de todos los humanos a llevar una vida digna; lo que, a la vista está, no siempre sucede. No me cabe la menor duda de que los Derechos Humanos están en el corazón de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de los Pueblos, pues en ausencia de la dignidad que al ser humano confieren tales derechos, no puede pensarse en fomentar desarrollo alguno. Resulta fácil declarar la guerra contra los débiles y vulnerables, ya sean estos inmigrantes sin papeles o familias no convencionales, por citar solo algunos casos. Se hace necesario, pues, manifestar alto y claro que, en pleno siglo XXI, la defensa de los derechos humanos no significa hacer política sectaria, sino todo lo contrario. Tales derechos no se hallan adscritos a ideología alguna; quienes sí se dejan manipular por ella son, precisamente, los que a diario atacan esas esferas de libertad con sus propuestas políticas, ya suceda esto en cualquier remoto lugar de Asia o de África, en EEUU, en Venezuela, Italia, o incluso en nuestro propio país.

Y todo eso sucede precisamente ahora, en diciembre, en medio de la fanfarria navideña, cuando las brumas del amanecer de este último mes del año se instalan una vez más en mi vida.

* Catedrático