Si, jugando en sueños a las adivinanzas, a nuestro interlocutor se le hubiera ocurrido preguntarnos, tras explicar minuciosamente, con sumo detalle pero sin dar nombres, en qué lugar del mundo habían sucedido los acontecimientos políticos vividos los últimos tiempos en la Cataluña gobernada por el incalificable --seamos benévolos- Puigdemont, sin pensarlo dos veces, los habríamos situado en algún país del África subsahariana o, a lo mínimo, en la inmadura Venezuela bolivariana.

Pero, si nuestro amigo hubiese negado mímicamente con la cabeza, mientras nos decía que andábamos por un territorio frío y descaminado, entonces habríamos rectificado diciéndole que tal vez se trataba de una broma parecida a las largas parodias telefónicas de Gila; o, quizás, de algún chiste de los que ocurrían en los antiguos manicomios.

Como quiera que el proponente de la soñada adivinanza insistiera en que seguíamos equivocándonos, sin atinar en el clavo, nos dimos por vencidos. Entonces, pasó a descubrirnos que los referidos hechos eran reales aunque muchos parecieran escenas de opereta bufa. Habían tenido lugar en Cataluña, y muchos de ellos en su Parlamento.

Ya despiertos y rebobinando el sueño, nos dejó de piedra haber fracasado tan estentóreamente en la adivinanza. Aunque era inaudito, descabellado, al borde de lo imposible, que aquel cúmulo de disparates, ilegalidades y «collonadas» --dicho sea en puro catalán- se hubiesen producido en la patria de Prat de la Riba y Cambó, catalanistas de fuste y fibra que, de vivir, les habría dado un patatús al conocerlos. Y más aún, sabiendo que los causantes principales de las mentiras y los embrollos pertenecían a un partido que enarboló, al principio de su singladura, un ideario --entre otros deseos, catalanizar a España-- muy parecido al que ellos profesaron.

No les cabría en la cabeza caer en los mismos errores de la II República, tropezar dos veces con la misma piedra. Pero lo que les habría parecido de aurora boreal, como dicen los castizos de Lavapiés, es que estuvieran acompañados en sus ilegales aventuras por una izquierda radicalísima que se jacta de ser antisistema y que, bien mirado, usa el independentismo para socavar los cimientos del pluralismo democrático. Gentes que son sinceras al llamarse antisistema, pues su ideología está en la otra punta de la democracia que, con evidentes imperfecciones, se practica en Occidente, pero que no deja de serlo, y de cuyas instituciones intentan valerse para conseguir que, en un futuro utópico, estalle el sistema como un triquitraque. Gentes que auto titulándose progresistas son la versión moderna de los nihilistas decimonónicos, empanados con un leninismo de cátedra y que, para colmo de los colmos, acogen con entusiasmo al Otegui, miembro condenado de la banda terrorista que durante décadas asesinó a mansalva.

Nadie acaba de entender la alianza soberanista de un batiburrillo de personas que, con más escaños que votos y criterios socio-políticos dispares, está produciendo la catástrofe catalana que pronto afectará a todo el Estado español. Algunos analistas suponen que en lo muy hondo de la cuestión se halla la necesidad que tienen en la antigua CiU de sepultar bajo la losa de la amnistía las corrupciones que culminan en la familia Pujol y en las mordidas institucionales del 3%. Nosotros, sin negar del todo lo sobredicho, nos inclinamos, para medio entender las cosas, a transcribir lo que el puntiagudo Josep Pla escribió sobre su Cataluña natal: «Se ve que en este país, en este rodal, para triunfar momentáneamente no hay nada como incitar a los más delirantes despropósitos». (Dietarios I, pág 809. Edición Espasa-Fórum, 2001).

* Escritor