En nuestra historia reciente, desde las elecciones de 1977, destacaba el hecho de que la extrema derecha apenas si obtenía representación, si exceptuamos el caso testimonial de Fuerza Nueva. Desaparecida UCD, resultaba un lugar común leer, o escuchar, que esa posición política estaba refugiada en el PP, y que en él concentraba su voto. Hace dos semanas reseñé la evidencia de que uno de los datos relevantes de las elecciones andaluzas ha sido la irrupción de Vox, que casi de la nada ha alcanzado 12 diputados y un 9,2% de los votos. A medida que conocemos datos sobre el partido, sabemos que muchos de sus dirigentes proceden del PP, muy en especial su máximo referente, Santiago Abascal. Pero además se han publicado ya encuestas postelectorales sobre transferencia de voto, por las cuales sabemos que una buena parte de los que en las anteriores elecciones se habían inclinado por el PP ahora han votado a Vox, y que lo mismo hizo un porcentaje significativo de los que en 2015 optaron por Ciudadanos, así como que casi un 7% que los ha votado el pasado día 2 acudía a las urnas por primera vez. Apenas se han inclinado por ellos antiguos votantes socialistas o de Podemos y nulo ha sido el trasvase desde IU. En consecuencia, al menos en Andalucía, parece que la línea de Casado de derechizar el partido no les beneficia, sino que parte de sus antiguos votantes prefieren a un partido que en apariencia representa mejor las esencias de la derecha más dura, y más retrógrada. A partir de este momento, todos los partidos tendrán que plantearse cómo será su comportamiento con respecto a la nueva fuerza parlamentaria, ante la cual lo más eficaz no creo que sean las proclamas retóricas sino la pedagogía política, y explicar tantas veces como haga falta en qué consisten los valores fundamentales de nuestro sistema constitucional. Y en cuanto a la izquierda, es cierto que se ha visto perjudicada por la abstención, porque casi el 10% de votantes socialistas de 2015 no acudieron a las urnas, pero tampoco el 8,9% de los que votaron a Podemos, y aún peor es el caso de IU, pues no fue a votar el 13,5% de cuantos la habían apoyado antes. Bien es cierto que entre ellos ha habido transferencia de voto: aquí los más perjudicados han sido los socialistas, pues el 13,3% de los que votaron PSOE se han inclinado por Unidos Podemos, si bien los socialistas han recuperado algo de esa pérdida con la llegada de votantes de Podemos e IU. Habría que considerar también qué porcentaje de voto de protesta hacia esos partidos hay en los votos en blanco y los nulos. El mayor esfuerzo de reflexión le toca hacerlo al PSOE, que se equivocaría si fiara la interpretación solo a la influencia que la política del Gobierno en Cataluña haya podido tener en los resultados. Como apunté en mi artículo del pasado día 4, el descenso del PSOE no es una novedad, se trata de una tendencia iniciada en 2004, pues desde esa fecha hasta 2018 se ha dejado 22,5 puntos en el camino, los que van de un porcentaje de votos del 50,4 al 27,9. La mayor pérdida se sufrió en 2008, cuando descendió 8,8 puntos porcentuales, y entonces no había independentistas al acecho, pudo gobernar gracias a un gobierno de coalición con IU; en 2015 bajó en 4,2 puntos, pero gobernó con el apoyo parlamentario de Ciudadanos, y ahora ha bajado 7,5. Alguna responsabilidad debe tener, y asumir, la dirección socialista andaluza, entre otras cosas porque más de una vez en la campaña hemos escuchado a los oponentes de Susana Díaz recordarle que a ella no la quisieron como dirigente sus propios compañeros socialistas en España.

Y por supuesto, como todos saben, pero lo ignoran cuando les toca, en nuestro sistema constitucional no gobierna quien gana las elecciones, sino quien consigue la mayoría parlamentaria suficiente para hacerlo.

* Historiador