En 1968, cuando los cócteles molotov incendiaban París y los tanques soviéticos rugían en las calles de Praga, Jean Paul Sartre en su opúsculo On genocide distingue colonialismo de neocolonialismo y establece la característica de la guerra en Vietnam que atraviesa la década que va de 1965-1975, desde los primeros asesores que envió Kennedy a la caída de Saigón. Según el Artículo 2 de la Convención de Ginebra, esa guerra fue un intento de genocidio por parte de EEUU que levantó las protestas en todo el mundo.

Para demostrarlo, Sartre argumenta la dialéctica que se establece entre el colonialista y el nativo: Si aquel poseía la superioridad de fuego, este la numérica y tenía que recurrir a estrategias de guerrillas y similares que solo son posibles con el apoyo de la entera población, lo que obligaba al colonialista al genocidio. Pero, puesto que el objetivo colonial era apropiarse de las materias primas y venderlas a precios reducidos a las potencias colonizadoras y estas a su vez vender los productos manufacturados a la colonia a precios de mercado, el sistema solo era posible si existía un subproletariado colonial que estuviera dispuesto a trabajar por salarios de inanición. Acabar con todos los nativos era liquidar el negocio, ¿verdad?

Entonces entra en la historia el neocolonialismo, es decir, la invasión de una antigua colonia que ya había ganado su independencia, como fue el caso de Vietnam tras vencer a los franceses en Dien Bien Phu. La estrategia cambia: ahora hay que financiar un golpe de Estado, de modo que el jefe del Estado no represente el interés de las masas, sino de ese pequeño estrato de privilegiados y, consecuentemente, del capital extranjero. Así fue como apareció Ngo Dinh Diem en Vietnam apoyado por el ejército norteamericano: rechazó los Acuerdos de Ginebra y proclamó un territorio vietnamita al sur del paralelo 17. Los EEUU no tenían intereses económicos en ese país agrícola. Su interés era solo geoestratégico: poseer una base a las puertas de la China maoísta. Pero los vietnamitas no aceptaron la partición de su país y le plantaron cara fieramente. El ejército de EEUU podía arrasar Vietnam y perpetrar un genocidio total, pero les detuvo las protestas de la gente, dentro y fuera del país, que se oponían a la guerra. Desde París a Berkley se gritaba: «¡Stop War!».

Así, pues, en esas fechas era arriesgado vivir en EEUU: si eras nativo, o cogías el fusil o te refugiabas en Canadá; y si eras residente y no deseabas que te liquidaran los charlies, te repatriaban. Si habías emigrado por algo sería. Así es que, si no te reclutaban, también podías inventarte la siguiente historia: preferiste ir a la guerra antes que volver a la dictadura y formaste parte de una unidad de artillería junto a otros pringados de origen latino. Tú eras el radiotelegrafista y recibías del mando las coordenadas del objetivo en inglés y las traducías en español a los artilleros. Y ocurrió que una vez equivocaste las coordenadas y te cargaste a 34 norteamericanos con «fuego amigo» por error humano. Algo nada inusual y fue tu aportación a las protestas contra la guerra de Vietnam. Con suerte, había quien se lo creía y te admiraba. Pero era un trago hacerse el héroe todos los días. Hoy, uno se alegra que ya no haya guerras contra las que protestar ni trabajos esclavos que lamentar. O yo nos las veo. Las protestas, digo.

* Comentarista político