Varios siglos después, la Reconquista empieza en Cadrete, pequeña localidad aragonesa. Si en Asturias auspiciada por Don Pelayo, en Aragón ha sido Don Royo, Jesús García Royo, teniente alcalde de la villa y concejal de Vox, quien ha desterrado de la plaza del pueblo el busto de Abderramán III, el gran califa omeya que elevó la ciudad de Córdoba a su máximo esplendor. Al parecer, la decisión y ejecución de la sentencia contra el Califa, antes incluso de celebrar el primer pleno del recién constituido ayuntamiento, ha sido personal del concejal Royo que se la tenía jurada al busto del moro. Cuando saltó la noticia y llegó el escándalo y el cachondeillo en redes y medios digitales, para bajar el souflé se inventaron la idea de almacenar el bronce en el castillo que el mismo Abderramán mandó construir después de tomar la plaza. Pero la buena voluntad de la alcaldesa del PP no cuela, pues antes de las elecciones el busto había sido atacado varias veces con piedras y pintura, acciones vitoreadas, según cuentan los aborígenes, por el concejal de urbanismo que desocupó la plaza. Lo cual no quiere decir que dejemos de preguntarnos por los criterios seguidos para, tres años atrás, colocar allí el Abderramán de un imaginero de Teruel. Porque una obra pública debe ser algo consensuado, con el máximo apoyo de los representantes y, por qué no, también de la población a la que solo consultan cada cuatro años. Si el busto se colocó por expreso deseo de un concejal o su grupo, mal hecho; pues ocurre lo que ahora vemos, y así entre construir y derribar -como puede ocurrir en Madrid con la regularización de tráfico del centro- pasa el tiempo, se despilfarra dinero público y se alientan venganzas locales que son las peores. Cuanta razón tenía el sabio Marco Tulio Cicerón, que al ser requerido su nombre para rotular una calle dicen que dijo, prefiero que alguien pregunte cómo es que ese tal no tiene una calle o un busto, antes de que otros cuestionen qué ha hecho ese tal para merecer ese homenaje o monumento. Grave es esta afición celtibérica de apear estatuas de su pedestal y renombrar las calles que el pueblo hizo suyas. Tanta indignación por el derribo de estatuas de Colón, Cortés y Fray Junípero en América, para concluir aquí derribando moros. Una pulsión humana tan irracional como el ideal de pureza, pues si pasamos un tamiz por los habitantes de esta tierra, desde Santa Teresa de Jesús a Santiago Abascal, nadie quedaría a salvo de una mezclilla romana, cristiana, mora y judía. O marrana, como apunta la filósofa Donatella de Cesare en su libro Marranos. El otro del otro donde descabeza cualquier sueño indentitario. De seguir con esta afán de corrección histórica, no van a quedar en pie más que los espárragos de Aranjuez.

* Periodista