Se me ha ocurrido pensar en ello esta mañana, parado en la intersección de María Cristina con Alfonso XIII, atento al espejo que trata de facilitar a los conductores el rocambolesco zigzag para acceder a Carbonell y Morand. ¿Como sería illo tempore la circulación en el por entonces decumanus, en dirección al Foro, una vez atravesado el arco de entrada a la ciudad desde la Via Augusta? Mezclando el ayer con el hoy a los Monty Python seguro que se les abriría un infinito filón de posibilidades. Especialmente a determinadas horas en las que el lugar propicia toda una gama de esquemas colaborativos y de contraste de pareceres (llamémosles así) entre conductores y peatones a la hora de regular el paso de cada cual. Es una más de las singularidades que sigue acumulando en su historia la calle María Cristina, a la que en los últimos tiempos el Ayuntamiento ha confiado la misión de servir de vía de salida al tráfico de la zona.

No es la primera de las soluciones ingeniosas para una arteria que ha conocido toda clase de configuraciones: peatonal, semipeatonal, de tráfico normal, restringido, cuasi repleta de veladores... Por rescatar algún ejemplo: Hace algunas décadas una señal, como en otras muchas vías, regulaba el aparcamiento a derecha o izquierda por quincenas. Pero en María Cristina, dado el poco ancho de la calle, las jornadas de transición tenían su pizca de suspense cuando el vehículo de algún conductor olvidadizo de tal circunstancia quedaba «fuera de juego» mientras la otra mano comenzaba a llenarse con el consiguiente riesgo de tapón.

Por esa misma esquina hacia 1485 frecuentaba al parecer Cristóbal Colón la botica de su compatriota Leonardo de Esbarroya (De la Torre y del Cerro dixit). Un local donde se reunían personas de inquietudes intelectuales y donde el navegante probablemente conoció a los parientes de Beatriz de ( H) Arana. Sus andanzas nos llevarían a las inmediaciones de la calle del Reloj. Pero esa es ya otra historia.

Mas o menos también por ese lugar, al decir de Ramírez de Arellano, debió estar situado el arco conmemorativo bajo el que entró en la ciudad, allá por 1570, Felipe II, tras convocar Cortes en ella para planificar la guerra de las Alpujarras. Y en la linde con Claudio Marcelo, una placa, en la pared de un inmueble, vacío desde hace ya muchos años, nos recuerda que allí vivió algún tiempo el polifacético escritor y diplomático egabrense Juan Valera.

Pero si huyendo de los extremos nos vamos al centro llegamos a palabras mayores. Navegaremos entre dos templos. El uno consagrado al culto imperial. El otro, lugar de culto entre las tabernas cordobesas. No es de extrañar tanta consacratio. Porque, de esquina a esquina y aún mas allá (la calle tiene su particular condado de Treviño, cruzando Claudio Marcelo), María Cristina sigue el itinerario del lienzo oriental de la muralla romana parte del cual hubo de ser derribado, para acoger el pórtico que envolvía la escenografía majestuosa del templo construido a mayor gloria del emperador. Y para eso había que pedir permiso a los dioses. Hoy, a través de una pequeña verja puede verse una estatua, «modo heroico», de Claudio Marcelo mientras, al fondo, varios operarios se afanan en habilitar el entramado que dentro de poco hará accesible el lugar a los visitantes, al fin puesto en valor.

Y con los dioses, dicen los parroquianos de El Gallo, se siente uno tomando un Amargoso y cambiando pareceres en un local de peculiar atmósfera, desde siempre propicio a la tertulia y a tomarle el pulso a la ciudad, donde se conjuga una singular iconografía con toda clase de referencias cordobesas y hasta con leyendas artúricas. Su veteranía hace que también sea un poco el guardián de las pequeñas y grandes historias de la calle, por la que, asimismo, suelen hacer una pausa los pasos de varias hermandades cuando se baten en retirada durante la Semana de Pasión. Así que convengamos en que algo de escatológico tiene el lugar y que, aunque con pocos metros de recorrido, en María Cristina todos ellos cuentan cosas. Los redactores del viejo Córdoba en la plaza del Cardenal Toledo siempre recordaremos también los populares bocatas de calamares de El Caballo Blanco con los que apañábamos la cena en noches de mucho trabajo.

Los últimos años no han sido buenos para ella. Se ha quedado con un aire de tristeza y de callejón de servicio, languideciendo --como si se meciera en las notas de un blues-- entre locales cerrados a verja y candado, cristales polvorientos y papel envejecido. Y poblada por escasos, cuando no eventuales, vecinos. Aún así no deja de haber algo de decadencia viscontiana y de neorrealismo italiano en su manera de atender, con humildad y vocación de servicio, las exigencias de los tiempos que corren a la espera de recuperar un día el esplendor perdido. Día que con toda seguridad le llegará. Por galones e historia se lo merece.

* Periodista