El 14 de enero Pablo García Baena cruzó la desnuda orilla del umbral de las estrellas, donde se guardan el tiempo y los sueños. Se fue como vivió, con elegancia, discretamente, sin hacer ruido. Uno de los nombres de referencia en la poesía española, una gran persona, un buen hombre. Fue el faro de guía para generaciones posteriores. La poesía queda triste e inmersa en la orfandad de la memoria. El silencio roto grita su dolor. La luna fragmentada se arrodilla lamentando la pérdida. El poeta vivía consagrado a la palabra que mimaba y cuidaba con delicadeza, insuflándole vida, cosiendo cada letra a su alma. En algunos de sus textos se respira la esencia de la liberación, otros son reivindicativos, alegorías del deseo. Las huellas dactilares del agua acunan los versos impresos en las entrañas de Córdoba. Frente al espejo y su verdad, el eco del vacío cielo pronuncia su nombre soñando con su regreso. Tras la rehabilitada sombra y su distancia los escritos que forman parte de sí mismo. Cántico con su cárcel dentro nos muestra la síntesis de la sabiduría, la concisión del lenguaje. Ahora desde la línea fronteriza entre la vida y el más allá, otra vez junto a Mario, Ricardo, Juan, Julio, etcétera, saborea la escritura, tejiendo nuevos poemas, bordados con gotas de eternidad, que ahora se vuelve infinita. «En silencio, callado, yo te entregué mi alma, aquella que había sido espada victoriosa, que había decapitado todas las tentaciones...».