En estos últimos años aprovecho el estío para disfrutar de diversas propuestas artísticas, especialmente de algunas de las que se celebran en Madrid. Aparte de la amplia oferta de la capital, que siempre nos atrapa a Concha y a mí, este mes de julio me interesó la exposición presentada en el Museo López Villaseñor de Ciudad Real por una pintora amiga, Yolanda Marchante Serra (Madrid, 1964), profesora hoy en el Instituto Beatriz Galindo de su ciudad natal. Supo la artista rendir tributo en ella a quien da su nombre al museo, López Villaseñor, quien fuera su maestro de pintura mural y cuyas enseñanzas supo aprovechar al máximo, compaginándolas con las de Amadeo Roca Gisbert y, más tarde, ya en la facultad de Bellas Artes de Madrid, con las del catedrático Antonio Guijarro, exponente del expresionismo madrileño y buen amigo de ella hasta su fallecimiento. Ahora, en esta última exposición, se presentaban al público de Castilla-La Mancha un total de 80 obras, entre óleos, dibujos y grabados, trabajos actuales y otros más antiguos. Algunos databan de hace casi tres décadas, época de nuestro primer encuentro: fue en la Galería Studio 52-Juan Bernier, donde recaló en 1990 para exponer su obra. Aún recuerdo los trabajos que más me impactaron entonces, por su valentía y calidad. Los trajo desde La Carolina, población en donde residía tras haber sacado plaza por oposición al Cuerpo de Profesores Agregados de Bachillerato.

Desde ese instante y hasta ahora, he mantenido con ella una relación de amistad, intermitente debido a las circunstancias, pero envuelta siempre por un afecto sincero. Durante estos seis lustros solo pudo escuchar de mi parte consejos más o menos acertados (según la inspiración del momento). He tenido la suerte de seguir en este tiempo su evolución personal y artística, en la que ha plasmado con acierto una obra cada vez más sólida y solvente, la cual ha paseado por diferentes instituciones y galerías de arte: Madrid, Córdoba, Albacete, Granada, León, Miami, Bidart o Frankfurt; y, ya en los últimos tiempos, París, Osaka y Helsinski. Su obra se halla representada en importantes colecciones públicas y privadas, algunas en la propia ciudad de la Mezquita. El paso de los años me ha dado también la oportunidad de escribir algún que otro artículo sobre su obra, habiendo prologado, junto a otros pintores y escritores amigos, algunos de los catálogos de sus muestras. Al igual que yo, también ellos han apreciado su extraordinaria valía. El último en hacerlo, con vistas a la actual exposición, ha sido un conocido novelista y profesor de lengua y literatura: Alonso Guerrero Pérez, compañero de claustro de la artista en Madrid, quien reconoce en la presentación del catálogo el enorme talento de la pintora, sobre todo cuando «no deja escapar ni los ojos ni las manos ni el propósito con que pinta lo que pinta».

Desde muy joven, Yolanda experimentó la necesidad de sacar todo cuanto llevaba dentro de sí: ese enorme torrente de luz y de color impregnado siempre del más puro sentimiento; esa espontaneidad desvincula su obra de la de otros pintores jóvenes que, mediados por las galerías, se veían obligados a seguir las modas del momento. A ella el color, bebido a sorbos por donde quiera que pasa, le llega hasta lo más profundo del alma, plasmándolo luego sobre los soportes más variados. En el Museo López Villaseñor ha querido mostrar el lado más dulce de su existencia, lo que no ha sido óbice para que añada a su paleta, de vez en cuando, ciertos tonos grises, reflejos de esa su soledad buscada y de la reacción que le provocan algunas de las injusticias que se cruzan en su devenir. Ofrece también una muestra de sus trabajos más alegóricos, indicativos de esos momentos de su vida en los que, haciendo un alto en el camino, tomó impulso para poder continuar de nuevo hacia adelante. Tampoco olvidó, según nos dice ella misma, trasladar al lienzo, de su modo característico, la dignidad de la mujer, representada casi siempre sin un rostro claro y conocido, aunque con mirada firme y vigorosa, así como las flores tan cercanas y aterciopeladas como las estrellas del firmamento, o bien las plazas y calles por donde transitó y que evocan los momentos vividos que la atraparon entre muros de piedra, mercados, reuniones, sermones o sacrificios. Y todo ello sin miedo a exponerse en una serena reflexión sobre su obra, de trazo firme y resuelto, sobre todo cuando más expresiva se hace, condenada a resolverse y a luchar con la divinidad de los colores; ellos, en su paleta, son siempre sus aliados, y más cuando le sirven para enriquecer un mundo que no siempre es el suyo propio y que, falto a veces de vida y de sentido, emerge pese a ello como una corriente de color entre sus telas, para acabar convirtiéndose, como la música, en pura poesía de nuestro tiempo.

* Catedrático