Cantaba Paco Ibáñez en La Mala Reputación que el día de la fiesta nacional él se quedaba en la cama igual... Mientras recuerdo aquello, escucho por la ventana a lo lejos: «Cuando la pena nos alcanza/ por un compañero perdido/ cuando el adiós es dolorido/ busca en la fe su esperanza./ En tu palabra confiamos, / con la certeza en que tú/ le hayas devuelto a la vida,/ le hayas llevado a la luz». Son los versos de La Muerte no es el final que cantan durante las celebraciones del día de la Fiesta Nacional ahí en la Comandancia de la Guardia Civil.

Lamentablemente --y ahora nos damos cuenta de cuán lamentable es esto--, la transición no ha terminado. Qué difícil resulta aún utilizar el nombre de España, no ya con orgullo, sino simplemente con tranquilidad. Debe de ser verdad eso de que aún no está claro en qué consiste este país. Y si no tenemos claro algo tan fundamental, difícilmente sabremos reunirnos en torno de proyectos más específicos. Si no aceptamos algo común en un plano simbólico y alegórico como un himno o una bandera, y si no respetamos incluso algo tan extensible y flexible como una constitución, ¿a dónde vamos?

Por otra parte, no creo que sea una excepción esta evolución mía, de mis sensaciones y mi actitud hacia los símbolos de España. Hay muchos ciudadanos que han dejado atrás las reticencias y ahora nos atrevemos a reconocer y admirar estos símbolos que nos reúnen como pueblo, como nación, más allá de la mera circunstancia de compartir una geografía y un tiempo. Y lo que es más importante, cada vez hay más ciudadanos que pedimos que se trabaje en buscar y explotar los puntos de encuentro, las confluencias hacia un proyecto común, aunque esto sea difícil y requiera del esfuerzo de todos. Porque hay fuerzas que llevan años campando a sus anchas con el objetivo egoísta de destruir lo que tenemos en común.

España es un proyecto grande y hermoso. Un estado democrático moderno es el mejor instrumento de armonización de las sociedades, el mejor sitio para que los individuos y las minorías puedan defender sus intereses. Estados aglutinadores de pequeñas comunidades, como son Francia, Alemania, Reino Unido o Italia, han servido a ese proceso aún más complejo que es la construcción de Europa. No podemos dejar que se desmoronen los estados sin antes tener una Europa fuerte y robusta. Sería un suicidio dejar que los nacionalistas se salgan con las suyas.

Debemos tener claro algo tan fundamental como esto. Todos, empezando por el Gobierno de turno. De qué sirve pretender vender la marca España hacia fuera, si no se aplican los principios obvios del márketing corporativo para conseguir que todos, en esta empresa que es España, todos los ciudadanos y las estructuras del estado a todos los niveles, conozcamos y reconozcamos este proyecto y lo amemos y lo defendamos. La marca España hay que defenderla y venderla en el extranjero, pero también aquí mismo, de puertas hacia adentro. Si a nuestro presidente y a nuestros ministros y ministras se les llena la boca con la palabra España en París o en Nueva York, también se les tiene que llenar cuando pronuncian el nombre de nuestro país en Córdoba, Bilbao o Barcelona. Nuestro país se llama España, no «El Estado».

Y he aquí algunas pinceladas sobre cómo contribuir a la creación y sostenimiento de la imagen y el proyecto de España empleando los principios del márketing corporativo: 1) comunicar los principios del proyecto España hacia adentro y hacerlo llegar a todos los ciudadanos, 2) dar voz y buscar consensos entre los ciudadanos y grupos, 3) facilitar que los legisladores y el Gobierno recojan y utilicen las propuestas de los ciudadanos y grupos sociales de forma dinámica, 4) promover un clima de confianza y motivación para trabajar unidos, 5) informar sobre las ventajas y las posibilidades que ofrece el pertenecer a este proyecto de país. Hacer todo esto es contribuir a la construcción de España. Y es un trabajo diario, porque los enemigos están ahí picando pacientemente para destruir esta obra.

* Profesor de la UCO