Si hace poco todo era «increíble», ahora resulta «maravilloso», como en los concursos televisivos cazatalentos llorones donde las miserias proporcionan créditos a los aspirantes y caché guay a los coachinadores de turno. Me gustaría asistir al show de un aspirante rico y feliz, un aristócrata satisfecho. O al debut de un artista alcohólico, drogadicto, enfermo, que no impusiera su «desgracia» cual moneda de cambio al estilo «es que tengo seis niños y tal». Todo es un espectáculo aquí. El modo en que los coachinadores lloran y aplauden y posturean sus gestos me sugiere la indiscutible búsqueda de simpatía y ventas. Pero es que estáis muy vistos ya, muy atragantados, como el recién conocido, el falso que llega dando palmaditas reivindicadoras de un amor imposible y más que sospechoso: «Oh, un amigo, aquí estoy para lo que quieras, encantado de conocerte». De igual modo, tanta emoción y palidez y piedad atestiguan, precisamente, su ausencia. Y si fuese cierto que estos coachinadores llorones acusan alteraciones y revoluciones en la captación de serotonina, sugiero su inmediata incapacitación para las funciones asignadas. Es que no. Problemas tenemos todos, joder, pero ¿qué nos importa tu vida? Mueve el culo y danza o canta o escupe fuego, pero hazlo bien.

Sí, lo confieso. Las circunstancias me llevan a ver la tele de vez en cuando. Pido perdón y argumento que siempre lo hago en compañía femenina, desvinculando así, indiscutiblemente, el hecho de las intenciones. En consecuencia, solicito mi libre absolución más la estrecha observancia de la función crítica en este artículo, a saber: cuando todo es tan «maravilloso», nada vale un duro. El nivel baja y nadie se entera porque modelos y jueces ya se conformaron hace mucho. Estoy esperando, señoras, a que un verdadero artista se digne fumigar el sucio reguetón y sus letras con un fresco, ácido producto. Sería maravilloso.

* Escritor