Aquella mujer que según las crónicas le puso nombre a un grupo de niños que jugaban juntos, como cualquier otros, suponemos que jamás imaginaría dos cosas: que aquellos niños se harían hombres y en unos sanfermines abusarían sexualmente de una muchacha que tuvo la mala suerte de topárselos; y que su modo de actuar y de proceder encajaría perfectamente en el de un grupo de lobos que matan por placer. Desde entonces ese dudoso goce de compartir una agresión sexual, en este caso ha llenado de funestos titulares los medios de comunicación con ese eufemismo tan atávico y sanguinario como es el que representa una manada de lobos. Ya no los mismos que crearon dicha franquicia de estragos físicos y morales, sino nuevos franquiciados, más, demasiados, todos ellos jóvenes y de aspecto lozano en contraste con sus hechos aviesos, perversos y con un ribete de salvajismo ancestral. Recientemente otra manada ha puesto en pie a los cordobeses que se han manifestado en contra de la sentencia de la Audiencia de Barcelona que ha condenado a La Manada de Manresa por abusos sexuales y no por violación. Está claro que la violencia de género sustancia los hechos agresivos, inhumanos en indignos de esta plaga social. Para atajar en primer grado esta lacra se han de implementar, aún más, leyes más precisas y adecuadas a la nueva realidad que arroja la aciaga estadística de agresiones incluso con resultado de muerte, pero hay un trasfondo que actúa como origen de esta perversión de la conducta humana y es qué rebaja a un grupo de jóvenes a disfrutar sexualmente destrozando literalmente la dignidad de una mujer y a la vez dejando en entre dicho el progreso de los derechos humanos en una sociedad a la que se le supone moderna. Tal vez estemos creando manadas sin saber el por qué.

* Mediador y coach