La escritura es un nervio, su chasquido de cuerpo. La escritura es la médula ósea de un idioma, el que se escribe y habla dentro de un solo mundo. En el caso de la escritura autobiográfica, si es de verdad honesta y no se entrampa con las proyecciones de uno mismo que se quieran lanzar, escuchamos el canto de un desnudo con su ritmo interior, ahora convertido en la revelación de un lenguaje. Porque cada hombre y cada mujer asistirá a la vida con su red de palabras, con su meditación y su silencio, con su hondura invisible de rostros que aparecen como un foco latente al final de la noche. En el caso de Mamá, el más reciente libro de Luis Antonio de Villena, su madre es ese rostro que ilumina, ese centelleo sobre la oscuridad. No es la primera presencia de su madre en uno de sus libros: eran muy hermosos los poemas que le dedicaba en La prosa del mundo, en 2009. También en las dos entregas --hasta hoy-- de sus memorias, El fin de los palacios de invierno y Días dorados de sol y noche, la presencia elegante de su madre, tierna y dura, con esa sombra esbelta de gran dama con serenidad y carácter, era una constante de tejido, una voz que podía escucharse también a través de todas sus edades, desde la infancia y la adolescencia hasta el presentimiento del final, al fondo del pasillo revelado en penumbra. Sin embargo, los lectores que este verano se acerquen a Mamá, tan atractivamente editado por Cabaret Voltaire, con una hermosa fotografía de juventud de Ángeles García Arteaga, no se encontrarán sólo con una narración de duelo o de tristeza al final de una pérdida, sino con la elegía de un mundo clausurado que tenía su propio orden interno, su pasado más mítico y también su caída, pero que mantenía el amor como su rito de supervivencia.

Luis Antonio de Villena, lo explica en el libro, decidió titularlo Mamá. No Madre, que pudiera haber sido, aunque jamás la llamó así, ni tampoco otro título con más o menos artificio. No: aquí el vuelo estaba, precisamente, en esa sencillez convertida en verdad, en relatar su cotidianeidad a través de los tiempos. Desde la lejana niñez con el padre aún vivo y ya lejano, con esa sociedad de tías y abuela coronada siempre con la presencia suavísima y entera de su madre, pasando por su adolescencia, en las primeras realidades poéticas, esa juventud de iniciación sobre los días de luz con sol y noche y una madurez ya definida de vocación literaria, momentos de triunfo, de amistad restallante y soledad descarnada en esa lucidez que encuentra en uno mismo su última frontera. Los mundos de Luis Antonio de Villena son tan infinitos como su literatura: paganismo, Grecia, Roma, decadentismo, luz, Wilde, Cernuda, Byron. Pero el que muestra aquí es la intimidad con su madre, una comprensión mutua de dos vidas, dos miradas y dos respiraciones que habían tejido un planeta común, con su gravitación, su fulgor y su olvido en cuanto faltara uno de los dos, si uno de los dos dejaba de volver a esa conversación en el salón del piso de Chamberí, escenario del tiempo reclinado en su acumulación de antigüedad y belleza.

Hace dos semanas hablábamos aquí de Ordesa, la estupenda novela de Manuel Vilas. La auto-ficción, que como tal no es nada nuevo, sí parece ahora más mayoritaria que hace unos años en nuestra forma de tratar la realidad. Luis Antonio de Villena, a través de novelas --y poemas-- siempre ha mostrado un tratamiento de su propio material biográfico que no eludía la posible y evidente correlación, para el lector, entre lo narrado y lo real. Sin embargo, y conviviendo en tiempo con su segundo libro de memorias, Mamá es otra cosa: una larga carta no ya de despedida, sino de perduración, entre un hijo y su madre. Ese mundo agotado que bien podría caer, extinguirse y morir al desaparecer uno de los dos, consigue un doble puerto de vecindad y belleza: porque Villena nos abre las puertas de esa casa, que también nos pueden conducir hacia otras dependencias de nuestro recuerdo, con asperezas propias y con sus suavidades, que de pronto se pueden procesar a través de este manto de realidad dura y rutilante de diamante que vemos desde dentro.

En Mamá está el amor puro y poderoso de las madres, con su posible egoísmo. Hay belleza también en su derrumbe, con sus horas finales. Hay belleza en esta relación entre dos seres que se han protegido de los vientos salvando un mundo único, lúcido y singular de comprensión, daño y perdón, con su intimismo y su delicadeza, que ahora se refunde, renace y multiplica al ser leído.

* Escritor