En un mundo globalizado que no ve acabada una crisis cuando se avecina otra, la pobreza es uno de los mayores males de la humanidad. Y de los más incomprensibles, porque podría evitarse con una gestión eficaz de los recursos disponibles y un menor derroche; por ejemplo en la cadena alimentaria de los países desarrollados, que desperdician un tercio de la comida mientras otros sufren hambruna endémica. Pero la pobreza tiene distintos azotes y víctimas diferentes, y entre ellas la infancia quizá sea la más castigada, al ser el colectivo que padece mayor indefensión. En Andalucía, por mencionar lo cercano, alrededor del 30% de los menores está en riesgo de exclusión social. Y, contra lo que podría creerse, aquí como en otras latitudes los niños pobres de ciudad son más pobres que los del campo. Así lo alertaba Unicef en su informe Ventaja o paradoja: el reto para los niños y jóvenes que crecen en ciudades, en el que se arrojan datos tan tremendos como que en uno de cada cuatro países los pequeños que, como sus padres, nadan en la miseria en el medio urbano tienen más probabilidades de morir antes de cumplir cinco años que los de zonas rurales.

Y es que, a pesar del éxodo que ha convertido algunos núcleos en pueblos fantasmas por pensar sus habitantes que en las ciudades se atan los perros con longanizas, cuando las cosas vienen mal dadas esa inmigración interna que sale de casa en busca de una vida mejor se topa con enormes desigualdades, exclusión y mil obstáculos más que configuran eso que los expertos llaman «paradoja urbana». O sea, la gran decepción. Familias que renunciaron a su hogar de siempre y su universo de pueblo -donde tal vez no tenían horizontes, pero sí un buen pasar con su huerto a mano-- en busca de mayores oportunidades laborales y mejor acceso a la atención sanitaria y a la educación para sus hijos, y ahora se encuentran perdidos, sin saber cómo beneficiarse de servicios esenciales y privados de casi todo menos de la esperanza en que cambie su suerte.

Pero la situación aún puede ponerse peor para los niños si habitan en zonas de conflicto, como se deduce del último estudio de la agencia de Naciones Unidas. Según denuncia Unicef en el informe Perspectivas para la acción humanitaria para la infancia 2019, esta sufre la mayor amenaza para su desarrollo en los últimos 30 años, que son los transcurridos desde que se firmara la Convención sobre los Derechos del Niño, el tratado internacional sobre derechos humanos con el mayor respaldo de toda la historia, aunque no parece que ese detalle haya servido de mucho. La realidad es que cada vez hay más países involucrados en enfrentamientos externos o internos --el último, Venezuela-- y que en ellos «quienes no han alcanzado el pleno desarrollo físico y mental», que es para los que se concibió el citado tratado, son las víctimas más vulnerables de las guerras y las injusticias. Se habla de su «estrés tóxico», de las cicatrices anímicas --causadas por abusos sexuales, secuestros, reclutamientos forzados...-- que quedan cuando las heridas físicas han sanado. Y ello unido a una pobreza extrema que algunos gobiernos parecen querer perpetuar cerrando la puerta a la ayuda de fuera y dificultando a los cooperantes su esfuerzo. Unicef cifra en 3.500 millones de euros la ayuda imprescindible para que los menores de todo el mundo vean cubiertas este año sus necesidades básicas, pero en 2018 la recaudación no llegó ni a la mitad de esa cantidad, que es el presupuesto para el desarrollo de sus programas de acción humanitaria. No, no corren buenos tiempos para ser niño y pobre. Pero lo peor es que no le irá mejor de adulto.