Cuando se ocupó en el Tractatus de cómo percibimos y describimos el mundo, Wittgenstein escribió: «Espacio, tiempo y color (cromaticidad) son formas de los objetos». Y en efecto, determinados objetos los visualizamos de forma inmediata en función de un determinado color. Como cada mes de julio, pensar en el amarillo (con permiso de los independentistas catalanes) solo nos conduce de manera inevitable a un maillot de ciclista, el que lleva el líder de la carrera de bicicletas más famosa del mundo, el Tour de Francia. Esa prenda comenzó a utilizarse hace justo cien años, de ahí que se hayan aireado en los medios de comunicación datos acerca de su origen, así como las peculiaridades que tendrá este año, pues cada día el maillot estará ilustrado con imágenes de la historia de la competición o en homenaje a algunos de los más ilustres corredores que han sido campeones de la misma. Además, de manera especial se ha recordado en los primeros días a uno de los más grandes ciclistas de la historia, el belga Eddy Merckx, que hace cincuenta años ganó el primero de sus cinco Tours, una gloria que comparte con dos franceses, Anquetil e Hinault, y un español, Miguel Induráin, si bien este último es el único que los consiguió de forma consecutiva.

He comenzado a ver las primeras etapas, y esa será una de mis ocupaciones hasta que llegue el final de la competición, salvo que las circunstancias o razones de fuerza mayor me impidan algún día seguir el final de la carrera. Mi interés por ella es una consecuencia de la atracción que me produce la máquina con la que se pedalea, incluso el más pequeño de mis nietos me decía el pasado sábado cuando íbamos por la calle, camino de comprar el periódico: «Sé cuál es tu vehículo preferido», le pregunté: «¿Cuál?», y sin dudarlo un momento me respondió: «La bicicleta». Con sus cuatro años ya es conocedor de mis gustos, al menos a ese nivel, y sin duda le he dado motivos para que haya llegado a ser consciente de mi predilección. Claro que al mismo tiempo tengo mis preferencias por quienes ejercen la dura tarea de pelear por llegar a París con el maillot amarillo. Y debo decir que este año llego al Tour con las tareas bien hechas, por un lado porque he seguido algunas competiciones, desde el Giro a las más famosas de las conocidas como clásicas, en todas ellas he disfrutado con finales de etapa o de carrera de gran emoción.

Pero por otro lado, no puedo olvidar que si las bicicletas son un objeto bello, no menos lo son los libros, de ahí que haya tenido en estos últimos meses dos lecturas que me permiten entrar en ambiente mucho mejor. Uno de ellos ha sido el libro de Nick Higgins: Bicicletas de carreras. Historia ilustrada del ciclismo en carretera, donde se analiza un poco de historia de la bicicleta, de las carreras más conocidas, de los ciclistas más grandes y de los componentes necesarios para ir en carrera, desde el maillot al pinganillo. El libro comienza con la reproducción del texto de la placa que en el Col de Menté recuerda la caída que obligó a Luis Ocaña a abandonar en el Tour de 1971, cuando iba líder de la carrera con varios minutos de ventaja sobre Merckx (luego el español ganaría el de 1973, pero ese año no participó el belga). El otro libro es el de Robert Penn: La bici lo es todo. La búsqueda la felicidad sobre las dos ruedas, una obra en la que encontramos historia, referencias literarias y sobre todo pasión por cómo se construye una bicicleta, todo ello sobre la base de una declaración de principios que suscribo: «Si alguna vez os habéis subido a una bicicleta con el corazón henchido y os habéis sentido como seres humanos normales y corrientes que han entrado en contacto con los dioses..., si alguna vez os habéis sentido así, entonces compartimos algo fundamental. Sabemos que la bici lo es todo».

* Historiador