Que en Córdoba se celebre por primera vez una marcha para conmemorar el día del Orgullo LGTBI es sin duda una magnífica noticia. Aunque me temo que las calles no rebosarán de gente como cuando sacamos Vírgenes y Cristos a pasear, espero que sirva como valiente demostración de que en esta ciudad también vivimos personas orgullosas y felices de no comulgar con la «normalidad» que no es otra cosa que la «normatividad». Orgullosas, sí, porque tras la larga historia de persecución y humillaciones, que lamentablemente no hemos conseguido erradicar del todo, es de justicia que podamos hacer pública demostración de que si algún sentido tiene la igualdad es precisamente para reconocer las diferencias que nos individualizan.

La marcha del próximo miércoles debería ser portada en todos los medios porque supone un feliz intento de ruptura con algunos de los armarios que siguen encorsetando a una ciudad en la que no es casual que hayan tenido tan poco arraigo las asociaciones LGTBI, salvo aquellas que en tiempos no tan remotos hicieron de su capa un sayo y se dedicaron a vivir de las subvenciones públicas. En pocas ciudades, como pasó en la nuestra, se inauguró por todo lo alto un festival de cine gay y lésbico y la alcaldesa, de izquierdas según rezaban los carteles electorales con los que se publicitó para ser votada, dejó vacío su palco del Gran Teatro. Algo que por cierto nunca habría hecho en un trofeo de dominó de las peñas ni mucho menos en el pregón de la Semana Santa. En una ciudad como la nuestra resulta muy complicado romper las inercias y no digamos abrir las ventanas. No es de extrañar, por tanto, que en la Córdoba de magnas marianas y de pastorales que incitan al odio y la discriminación, el Grindr se ponga al rojo vivo cada vez que empiezan a sonar las cornetas y tambores, como tampoco debería sorprendernos que todavía hoy algunos pongan el grito en el cielo cuando el reino de los chulos al que subió Ocaña y las pollas de Nazario ocuparon un espacio municipal. Y eso que muy cerca estaba presente, eterno, el nombre de Pepe Espaliú para recordarnos que no hay peor muerte que la que sufren los vivos que no son reconocidos como iguales.

Me temo que la Córdoba de hoy no difiere tanto como podríamos pensar de la que retratan los diarios de Bernier. Continuamos siendo una ciudad de cánticos que rozan lo sublime desde lo individual pero que son incapaces de generar sinfonías en las que quede claro de una vez por todas que en una democracia o cabemos todos o no cabe ni dios. Somos una ciudad de poetas, de músicos y de grandes mentes que, en muchos casos, no trascienden los minutos de un recital cosmopoético o las largas horas de noches blancas en las que todas y todos creemos vivir en el paraíso. El iluso paraíso de quien alucina por una sobredosis de flamenquines y guitarras.

La gran revolución de esta ciudad llegará el día que todas y todos nos liberemos del miedo, recuperemos las agallas perdidas y asumamos que es nuestra responsabilidad construir un contexto más sostenible desde el punto de vista humano. Por eso me temo, y sé bien de lo que hablo por propia experiencia, que no habrá más remedio que abrir todos los armarios y tirar las llaves al río. Solo así dejaremos de ser la ciudad de la tolerancia y nos convertiremos en la del reconocimiento. Algo que solo sucederá cuando nos atrevamos a huir de la fritanga y el incienso y empecemos a recorrer las calles sin miedo a que alguien nos apunte con el dedo porque no somos de nadie ni tenemos dueño. Solo así será posible al fin liberarnos de la regla del dont ask dont tell que tantas víctimas sigue generando entre quienes piensan que no hay otra opción que disimular los deseos con un antifaz.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO