En un café tertulia acabo de oír a mi amigo Carmelo Casaño que en su niñez, en unos ejercicios espirituales de los jesuitas, lo llevaron a quemar libros a Las Tendillas. No me extraña, porque aquellos ejercicios espirituales, dirigidos por predicadores sádicos, de los que guardo infeliz memoria, eran tan dañinos para los niños que hubo caso en que los padres tuvieron que acudir al psiquiatra en busca de remedio para reparar el daño.

Por eso resultan tan admirables como increíbles mis experiencias personales de la época. Un hermano marista, Teófilo Blanco, determinante de mi temprana vocación literaria, puso en mis manos libros de autores que se debían leer para tener una buena formación, aunque no fueran del gusto del episcopado. Avivó tanto mi innata afición a la Literatura que me impulsó a publicar en los medios antes de cumplir los dieciséis años de edad. Y conste que él era un auténtico marista, ya que poeta de formas clásicas, casi toda su producción era un homenaje a La Virgen, cuyas virtudes cantaba sin cesar.

Así debe ser un buen maestro, transmisor de formación y buena curiosidad, con reserva de los gustos propios para uso personal; haciendo de ellos un uso moderado.

Hombre de formas suaves tenía una agudeza especial para intuir vocaciones y cualidades. Entre los voluntarios para leer en la clase de bachillerato solía estar y ser elegido Rafael López Cansinos que entonces, a mi entender, no leía nada bien, pero que con el tiempo, como locutor de Radio Córdoba, llegó a ser el mejor lector de la provincia y unos de los mejores de Andalucía.

Otro de los maestros inolvidables que he tenido en mi vida fue el catedrático de Derecho Canónico en Sevilla don Manuel Giménez Fernández, miembro de la Ceda, Ministro de Agricultura y propulsor de la reforma agraria, de quien suele citarse una frase célebre: «contra los obispos de España solo tengo dos cosas: no creen en Dios y no han hecho el bachillerato».

Giménez Fernández cultivó mi disposición innata para la dialéctica del derecho y, para bien de todos, dedicaba veinte minutos de cada clase a criticar y fustigar la política general franquista, lo que era una bendición para nuestra formación integral y crítica. Sabedor de que al otro lado de la ventana de cristales opacos que daba al patio del edificio de la calle Laraña frecuentemente estaban policías de la brigada social siguiendo su discurso, al terminar sus diatribas añadía, dirigiéndose a la ventana, un cómico corolario: claro que todo esto que critico ocurre en Hungría.

Giménez Fernández era muy molestado por el régimen, llegando al extremo de castigar a su hijo excesivamente en el campamento de las Milicias Universitarias de Montejaque.

Era católico practicante aunque no nos agobiaba con sus creencias. Decía que tan solo dejaba de ir a misa un día al año: el de difuntos, porque es el día que van a misa los que no van nunca.

Estos dos no fueron los únicos buenos maestros que he tenido pero si los considero ejemplos significativos. Ojalá los buenos maestros fueran tantos como los mediocres; el mundo sería mejor.

Y permítanme los jóvenes que les dé un consejo: si tienen la suerte de tropezar con un buen maestro, aprovéchenla, que no hay mejor suerte que esa.

* Escritor, académico, jurista