A veces, pienso en la luz que me dejaron cuando el invierno era un borboteo de sombras, de miedo y de yugos atados a las paredes, de bocas cosidas por la represión. Educar, por entonces, no resultaba fácil, y, sin embargo, muchísimos de ellos consiguieron instruirnos a contracorriente en valores humanos que no hemos de olvidar. Más de una vez recuerdo a mi maestro, y al hacerlo me inunda una ancha gratitud. Hoy no está de moda, es cierto, dar las gracias, ni ser sensible, y aún menos melancólico. Si evocas la infancia, dicen que eres un indolente. Si saludas a la gente, te etiquetan de anticuado. Si, por último, apuestas por tender la mano al prójimo, al más pobre y más débil, te tachan de babieca, e incluso de imbécil. Hoy falta educación a nivel sensitivo, apostar sin paliativos por el cultivo celeste del espíritu y el respeto que mora dentro de una libertad domeñada y curtida por un civismo sólido. Aunque no todo el mundo opina como yo. A mi modo de ver, los avances conseguidos a nivel tecnológico en nuestra sociedad --la revolución digital es portentosa-- han incidido, sin duda, de algún modo en el deterioro de la educación, abotargando la sensibilidad y el afecto del hombre hacia sus semejantes. La convivencia es difícil en un lugar donde nadie respeta la opinión de su vecino y, a diario, se alaba la labor del más corrupto o del trepa que asciende pisoteando a los demás.

En este país hoy más que nunca es necesario educar en valores éticos y humanos. La pedagogía se halla por los suelos; quizá sea debido a un sistema de enseñanza absolutamente gélido e inane que desprecia a las Letras y las Humanidades, mientras ensalza las Ciencias y todo aquello que sea aséptico y tenga que ver con el ángulo más práctico, siempre materialista, de nuestra sociedad. Actualmente se educa pensando en Bolsa y en Mercados. Son las directrices turbias y torticeras que nos imponen las élites económicas. Su mensaje seudopedagógico es muy nítido: no es preciso saber, lo importante es competir, aunque debas dejar a diario en el camino conceptos tan puros como el respeto, la empatía, el afán de justicia y la solidaridad. Si no aceptas su oferta eres un antisistema o te tachan de raro e inútil. Me da igual. Cuando era un chaval me enseñaron en el colegio a ser, ante todo, educado, agradecido, y a vivir respetando siempre a los más frágiles, encauzando mi vida a través de unos valores fundamentados sobre la dignidad. Reconozco, es verdad, que fui un niño afortunado, pues gocé del amor sustancioso de mis padres y también recibí a la vez, por otro lado, la educación humanista de un maestro, Cándido Rodríguez --quiero resaltar su nombre--, que inoculó en mi alma unos valores éticos y culturales tan profundos que hicieron de mí el hombre que ahora soy; quizá fracasado en términos económicos, pero sí victorioso en el ángulo moral. Mi admirado maestro me inculcó con su enseñanza el amor a las letras, sobre todo a la poesía. Si hoy escribo poemas --lo hago desde que era un niño-- y dibujo el silencio a través de sinestesias y palabras celestes se lo debo todo a él. Cultivar la conciencia, modelar las emociones, iluminar el camino pedregoso que es, a veces, la vida, fue la mágica labor que, en otro tiempo, hicieron los maestros, y aún lo siguen haciendo, aunque a contracorriente, pues las circunstancias sociales en que hoy vivimos interfieren a diario en su proyecto pedagógico. La saturación de las aulas, los problemas que causan los niños, algunos ególatras y mimados por muchísimos padres insensibles a la labor del maestro de turno hacen que esta profesión en los últimos tiempos no sea valorada ni reconocida como debiera ser. Hace no muchos días, hablando con un maestro insigne, Luis Molina Jiménez, que educó hace varias décadas al prestigioso escritor Muñoz Molina, me decía que este aspiraba de pequeño no a fijar de memoria las lecciones en su cabeza para hallar de mayor un buen puesto de trabajo, sino a saber y a adquirir conocimientos para, posteriormente, entender la realidad y poder ubicar en su mente un universo de conceptos e ideas que le harían ser feliz. Luis Molina Jiménez hizo de un chaval de pueblo, modelando su infancia, un magnífico escritor. Su labor pedagógica, sin duda, fue un ejemplo de compromiso con el alumnado en un tiempo difícil. Y hubo otros como él. Hoy, cuando no se valora en su medida la extraordinaria función que los maestros desarrollan a diario en nuestra sociedad, es más necesario que nunca defender su ardua y constante labor educativa, su maravilloso esfuerzo pedagógico en medio de un mundo exento de valores de carácter ético, estético y moral.

* Escritor