H ace poco he releído el cuento del escritor Alexander Pushkin, El Maestro de Postas’, en un viejo ejemplar de Ameiller Editor, Barcelona 1955. Pasada al cine alemán en 1950 con el título de Dubia, la novia eterna’, cuenta las desventuras del encargado de una posada rural, que en las extensas estepas rusas se ocupa las veinticuatro horas del día, de hospedar, dar comida y reponer caballos para las troicas que transportaban a altos funcionarios, comerciantes, carruajes de viajeros y de correos con sus postillones. Tiene una hija, Dubia, que por su hermosura, laboriosidad y simpatía, era orgullo de su padre y admirada por toda la comarca y viajantes que hacían escala en la posada. El Maestro se enferma de pena y tristeza, cuando la hija se escapa con un oficial de húsares y es mal recibido y expulsado de una patada de este, que le hace rodar por la nieve, cuando la localiza en una casa en San Petersburgo. Al tiempo, cuando ella vuelve arrepentida su padre ya ha muerto. Algunos analistas ven en este cuento una metáfora del hijo pródigo. Dostoievski hablando del origen de la literatura rusa del siglo XIX, decía: Todos somos hijos de El Capote de Nicolás Gogol, pero este sería impensable sin El Maestro de Postas.

Quizá sea sensible a este relato, porque tuve la oportunidad de convivir con viajeros y transeúntes. En mis vacaciones escolares navideñas y durante el verano, íbamos a Obejo, donde mi abuela Genoveva regentaba una posada. Esta era, junto a una finca en El Villarejo y un par de cercas para el ganado en La Loma, próximas al pueblo, las únicas propiedades que no había perdido la familia después de la Guerra Civil. La posada era grande. Con tres arcadas; tras el salón--comedor--cocina de la entrada disponía de las cuadras, a las que se accedía por el callejón de Escaramujos. Allí se hospedaban viajantes catalanes o madrileños, que representaban a empresas fabricantes de maquinaria agrícola, llegados en coche o en la rubia de don Ramón, que salía de Córdoba frente al bar Puerto Rico del Campo de la Merced, y vendedores portugueses con fardos cargados en mulos de bisutería, encajes, botones, cremalleras, mantas, toallas o corbatas etc..., que solían venir en la época estival con motivo de la Feria de San Benito. En invierno se hospedaban los compradores de cupos de aceitunas de las fábricas cordobesas de Carbonell o Los Rodríguez, y los Serranitos, que eran pastores de la trashumancia, procedentes del centro de Castilla. Por Obejo discurría uno de los cordeles de la antigua Cañada Real Soriana, aun en uso en esa época, hasta el pantano del Guadalmellato, donde se juntan las aguas de los ríos Guadalbarbo, Cuzna y Varas.

Los pastores, dejaban en las cercas el ganado y los perros unos días, durante los cuales mi abuela y mis primas les preparaban avituallamiento. Visitaban las tabernas en traje oscuro y medias, faja y pañueluco en la cabeza. Con sus bandurrias, a veces se juntaban con algún portugués con acordeón acompañado de alguna bailarina zíngara. En época navideña tocaban jotas y se montaban unas algarabías a las que se unían muchos vecinos y vecinas del pueblo con sus cantos navideños.

Tras ellos, una caterva de chiquillos por las calles le cantábamos: «Serranito de la bandurria,/¿no ha visto usted por aquí su burria?/ Por la calle Cerrillo está,/ corra ya que se le va,/ que se le va,/ que se le va». Uno me regaló una cabrita pequeña, a la que yo llamaba Fabiola, y paseaba con cordelito y campanita alrededor de su cuello; incluso lo hacía al regresar a Córdoba al salir de la escuela. Los niños más pequeños me seguían gritando: «Nicolás tenía una cabra,/ y no la sabía ordeñar;/ y su madre le decía:/ ordéñala Nicolás».

En aquellos años de pobreza, hambre y miseria en las casas de vecinos, el lector podrá imaginar donde acabó la pobre cabrita. Yo no la quise ordeñar. Desde entonces nunca como cabra. Ni chivo.

* Ingeniero Técnico de Telecomunicaciones