El escritor Eduardo Galeano eligió una frase de Simón Bolívar para encabezar el último capítulo de su famoso ensayo Las venas abiertas de América Latina: «Nunca seremos dichosos, ¡nunca!», se lamentó en su día uno de los padres de las independencias americanas. Tales palabras parecen hacer referencia a una suerte de maleficio, de imposibilidad fáctica de culminar el proceso liberador por él emprendido, algo que cobra todo su sentido en El general en su laberinto, el libro de Gabriel García Márquez: «¿Cómo saldré yo de este laberinto?», se pregunta el héroe moribundo camino del exilio. Algo parecido debe preguntarse hoy el último invocador de Bolívar en la soledad sin testigos de su despacho presidencial, según pudo deducirse de la entrevista de Nicolás Maduro con Jordi Évole este domingo.

Acaso esta pregunta sin respuesta debería incluir o englobar esta otra: ¿por qué tan pronto dejamos de ser uno de los compromisos éticos de la izquierda? Y todavía una más: ¿por qué fue tan largo el entusiasmo y la justificación de los males de la revolución cubana y tan corta la aceptación de los nuestros? Porque, ciertamente, desde que los barbudos entraron en La Habana hasta que la izquierda puso en duda la solvencia de la revolución se sucedieron décadas de adhesiones, proclamas y simpatía con el experimento. ¿Qué sucedió entonces y acontece ahora?

Se dio la circunstancia de que Estados Unidos se convirtió en adversario inmediato de Fidel Castro, del Che, de aquellos jóvenes que desafiaron la postración neocolonial de la isla. Sucedió que el embargo, el desembarco anticastrista en bahía Cochinos y la Alianza para el Progreso (1961-1970) los apreció la izquierda como herramientas para evitar el contagio del modelo cubano. Y ni siquiera la crisis de los misiles (octubre de 1962), que pudo desencadenar una guerra nuclear, enfrió a cuantos estimaron que efectivamente el gran compromiso ético de la izquierda era defender la revolución; en plena guerra fría, algo parecido a un imperativo categórico se adueñó del progresismo dentro y fuera de América. Hicieron falta no menos de tres décadas para que asomaran por las costuras del castrismo las carencias, las servidumbres y la quiebra de las libertades; para que la ineficacia, sumada al bloqueo invocado por La Habana, concretara la imagen de un sistema ensimismado cuyo primer objetivo era perpetuarse en el poder.

Fue mucho más rápida la degradación del chavismo. Sin bloqueo ni cosa parecida -Pdvsa exportó petróleo a EEUU-, con contratos de suministro de nuevo cuño como el suscrito con China, con el barril cerca de los 150 dólares una década atrás, con el apoyo inicial de las fuerzas vivas de Venezuela, hartas de los vicios incorregibles del turno de partidos, Hugo Chávez no fue capaz de modernizar el aparato productivo, renunciar al monocultivo del oro negro y armonizar las reformas sociales con la economía global.

Y Nicolás Maduro y compañeros de peripecias abundaron en la ineficacia y, además, renunciaron a mantener la ficción democrática que Chávez se cuidó de no dañar. Así se vino abajo el andamiaje, al mismo tiempo que caían los precios del petróleo, la crisis de subsistencias se adueñaba del país y la hiperinflación devoraba la capacidad adquisitiva del bolívar.

Se acabó el entusiasmo de la izquierda con el populismo bolivariano, se acabó el interés por el experimento y creció en cambio la urgencia de buscar una salida a las miserias morales y materiales a que se ve expuesto el presente y el futuro de los venezolanos.

Al mismo tiempo, el giro conservador en América Latina dejó a Maduro sin los grandes aliados del pasado con los que Chávez pudo contar, una crisis de identidad generalizada se instaló en el reformismo social -victorias conservadoras en Argentina, Perú, Chile, Colombia, Brasil- y el desastre de Nicaragua, con el sandinismo convertido en fuerza represiva por obra de Daniel Ortega, sumió en la depresión a quienes creyeron, con fundamento al principio, que había llegado al continente la hora del cambio sin sobresaltos. Por eso se quedó tan pronto sin militancia exterior reseñable el régimen venezolano, salvo la izquierda dogmática, agravado su fracaso por una atmósfera poco favorable en su entorno más próximo.

Donald Trump es el gran urdidor del ocaso bolivariano, pero Maduro nunca escuchó a quienes vislumbraron la agonía. Se metió en el laberinto y desoyó a los discrepantes, sin atender a la sentencia de Rosa Luxemburgo: «La libertad es siempre la libertad de los disidentes».

* Periodista