Durante las cuatro semanas de aquel octubre del 2001 bebimos calimocho todas las noches. Las coca colas y los cartones de don Simón volaban entre los pasillos del colegio mayor. Allí nos hacían imitar el baile del gorila y luego nos llevaban al parque Almansa, cuando el botellón aún estaba permitido, a continuar con la servidumbre a los veteranos, para acabar en algún antro de la zona con una resaca no antes vivida. Aquellas semanas de novatadas nos agruparon; era la unión nacida de lo desconocido y de sentirnos minúsculos en una ciudad que nos sobrepasaba.

Los botellones dieron paso a partidas de cartas y charlas interminables en las habitaciones. Así, juntos, fuimos compartiendo una juventud anárquica y visceral, fuimos acabando la carrera, dejando el colegio, dividiéndonos en pisos, encontrando trabajos, alejándonos, cada vez más fuera de Madrid, periferia, Toledo, Murcia, Costa Rica… Así, sin darnos cuenta, aquel grupo de novatos se disolvió, quedando para encuentros esporádicos y grupos de chat.

Atrapados en nuestras casas, casi dos décadas después, fue emocionante reunirnos de nuevo, aunque fuera mediante una pantalla de ordenador, y ver que no habíamos cambiado mucho. Pero a la vez fue triste ver cómo por nuestras vidas habían pasado tantas cosas -cáncer, embarazos, rupturas, mellizos, viajes, noviazgos, mudanzas- sin habernos percatado de muchas de ellas. Fue como una gran bofetada; nos hizo despertar y prometimos que mantendríamos la costumbre de juntarnos cada domingo, pasara lo que pasara, como estábamos haciendo durante el aislamiento.

Tres chicas cumplieron años en estas seis semanas. Con todas brindamos e hicimos una pequeña fiesta, aunque no fuera domingo. Fue muy divertido. El 10 de mayo Cristina cumplió 37, pero ya no hubo video llamada. Las promesas se quedaron en el mismo lugar que aquellas que hacíamos ebrios en los bares de Moncloa: en el fondo de un vaso con cubitos derretidos.