S. es especial. Ahora tiene 9 años. Pero supe que lo era cuando era solo una bebé. Aquellos primeros días su madre me decía de broma que me dejaba entrenar la maternidad con ella. Poco tiempo después, en apenas unas semanas, me tocó a mí. Solíamos reírnos entonces de lo fácil o difícil que iba ser ejercer nuestro nuevo papel.

Los hijos te plantean retos inimaginables. Te obligan a enfrentarte a miedos que no sabías ni que existían. Miedos que cuando aparecen hasta te producen dolor físico. Miedos que tienes que aprender a combatir a base de equivocarte y acertar. Un aprendizaje constante en el que no puedes pararles todos los golpes.

Aquella melena negra y de punta de S. nada más nacer era como un presagio de la personalidad que desarrolló cuando se fue haciendo más mayor. Recuerdo el primer día que la cogí en brazos. Tan menuda. Tan seria y atenta. Parecía que escuchaba la conversación que su madre y yo estábamos teniendo. En mi recuerdo está incluso, quizá exagerado, un pequeño ladeo de cabeza cuando nuestro tono se ponía intenso. Igual era por la jirafa de goma que tanto le gustaba. O igual era por nosotras. Quién sabe.

Ya entonces hablábamos de lo poco que sabíamos de la vida. De cómo convertir nuestras debilidades en fortalezas. De cómo al hacerlo estaríamos también explicando a nuestros hijos cómo somos y cómo no queremos ser. A quién queríamos parecernos y a quién no. Hablábamos de la importancia del esfuerzo, pero también de que, cuando llega, hay que reconocerlo. No premiarlo pero subrayarlo como una herramienta de motivación.

La ternura de aquella bebé con melena negra azabache sigue hoy a sus 9 años intacta. Y también esas ganas de saberlo todo. Cuando su madre y yo hablamos ella está pendiente. No interrumpe. No interviene demasiado. Más bien parece como si quisiera retener lo que escucha. Mueve la naricilla bajo las gafas de color morado cuando se ríe de algunas de nuestras tonterías. Pero, sobre todo, mira a su madre con una admiración que me emociona. Sé de sus desvelos. Conozco bien la de veces al día que se pregunta si lo estará haciendo bien. De su constante aprendizaje para no meter la pata, algo imposible en cualquier terreno y más cuando se trata de los hijos.

Hoy me he acordado de S. y de su madre. De cuando hablábamos de cómo nos verían nuestros hijos cuando se hicieran mayores. De lo que pensarían de nosotras. Y hoy viendo la mirada de S. sé que su madre acierta hasta cuando se equivoca. Y sé que dentro de unos años, cuando S. siga teniendo esa personalidad tan especial y aunque su melena negra azabache no siga siendo la misma, seguirá mirándola con la admiración y el respeto que ya se ha ganado.

* Periodista